Agnese Klavina tenía 23 años, acababa de mudarse a Marbella buscando trabajo y sol, y aquella madrugada salió con amigas al club Aqwa Mist, en Puerto Banús. Las cámaras la captaron a las 06:00 h, tambaleante, discutiendo y finalmente subiendo a un Mercedes gris junto a dos británicos. Fue la última vez que se la vio con vida.
Los hombres quedaron identificados: Westley Capper —hijo de un millonario del sector inmobiliario— y su amigo Craig Porter. La ruta reconstruida por la Policía siguió el coche desde el local hasta una urbanización de lujo en El Madroñal. Ellos alegaron que la dejaron “en una rotonda, a dos kilómetros de su casa”; las imágenes, según Fiscalía, mostraban a Agnese “reticente” y conducida “contra su voluntad”.
La investigación se volvió un rompecabezas de lujo, silencio y poder. No apareció su teléfono, ni su bolso, ni un rastro contundente. La hipótesis más repetida entre acusaciones fue que su cuerpo salió de Marbella dentro de una maleta hasta un yate familiar y, desde allí, al mar. Era una inferencia, sostenida en cámaras portuarias y testimonios, que nunca pudo probarse más allá de la duda razonable.
El juicio llegó en marzo–abril de 2019. Sin cadáver y sin ADN incriminatorio, la Audiencia de Málaga descartó homicidio o detención ilegal y condenó a Capper y Porter por coacciones: 2 años para él y 6 meses para su amigo. La sentencia describía a una joven “forzada a subir al coche” bajo superioridad física y aprovechando su estado. Fue una verdad judicial a media luz.
Años después, el mapa legal se movió otra vez. En 2021, el Tribunal Supremo revisó el caso y dejó sin efecto la condena por coacciones de Westley Capper —una resolución que trascendió en la prensa local—, y ese mismo verano se conoció su muerte por complicaciones de Covid-19. El expediente, ya de por sí frágil, quedó aún más erosionado.
El nombre de Capper arrastraba otra sombra: en 2016 estuvo implicado en un atropello mortal en San Pedro de Alcántara, un episodio que reforzó el foco mediático sobre su figura y su círculo. Pero nada de aquello acercó un milímetro el paradero de Agnese. La noche de Aqwa Mist siguió siendo un callejón sin salida.
En mayo de 2023, un senderista halló restos óseos junto a una maleta en una loma de Benahavís. El perfil antropológico —mujer joven, muerte hacía alrededor de una década— encendió todas las alarmas: ¿Agnese? Los medios locales hablaron de “altas coincidencias”, pero a fecha de publicación no consta confirmación oficial de ADN que cierre el círculo. La espera continúa.
El caso dejó una certeza incómoda: cuando no hay cuerpo, el sistema penal camina sobre hielo fino. La Fiscalía tejió una línea temporal plausible —captación en el club, forzamiento a subir al coche, traslado, desaparición—; la defensa la deshilachó pieza a pieza con la misma herramienta: la duda. Entre medias, una familia que volaba cada año desde Letonia para preguntar por su hija.
Marbella, que vende brillo y verano eterno, aprendió que la oscuridad también viste de etiquetas. Cámaras por todas partes, seguridad privada, urbanizaciones cerradas… y, aun así, una joven puede evaporarse tras seis minutos de vídeo y dos puertas automáticas. Lo que vino después —informes, reconstrucciones, peritos— no devolvió la respiración al relato.
Agnese Klavina salió a divertirse y entró en un vacío legal y físico del que nadie la ha podido rescatar. La justicia dictó una verdad parcial; el mar, la montaña o quien supo callar, guardan la otra mitad. Si algún día aparece un hueso, un reloj o un hilo de ADN, será tarde y será pronto a la vez: tarde para ella; pronto, ojalá, para decir por fin dónde está.
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