La biografía previa no explica, pero sí ilumina sombras. Nacida en 1957, Mary creció entre abandono, violencia y un entorno caótico que dejó marcas visibles: conductas agresivas con otros menores y episodios de asfixia simulada en el patio, advertidos por la policía semanas antes de los crímenes y zanjados con una simple amonestación por su edad. Aquella mezcla de maltrato temprano, impulsividad y frialdad fue objeto después de peritajes que apuntaron a un trastorno de personalidad.
El 25 de mayo de 1968, el pequeño Martin Brown (4) apareció muerto en una casa abandonada de Scotswood. Sin señales claras, la muerte se catalogó como accidente. Días después, alguien irrumpió en una guardería cercana y dejó notas infantiles con faltas de ortografía, una de ellas con una frase que aún estremece: “I murder so that I may come back” (“Mato para poder volver”). Aquella primera tragedia pasó sin detenciones. Aún no sabían mirar a una niña.
El 31 de julio de 1968, desapareció Brian Howe (3). Su cuerpo fue hallado en un descampado llamado Tin Lizzie: había sido estrangulado con poca fuerza —la suficiente para que el forense pensara en un agresor infantil—, presentaba cortes con tijeras y una tosca letra “M” marcada en el abdomen. Trozos de cabello cortado y fibras textiles que no pertenecían a su hogar completaban un escenario que ya no admitía la palabra “accidente”.
La investigación de la policía de Newcastle se concentró en los niños del barrio. Mary Bell y Norma Bell (13, sin parentesco) fueron citadas. Norma se mostró errática; Mary, serena y fría, corrigió detalles del hallazgo que solo el autor podía conocer. Cuando el cerco se estrechó, ambas se acusaron mutuamente; un informe forense y los mensajes en la guardería encajaron con el relato de testigos y con fibras que vinculaban a las niñas con la víctima. La detención se produjo el 7 de agosto de 1968.
El juicio arrancó en diciembre en Newcastle Assizes. La Fiscalía describió a Mary como inteligente, manipuladora y sin empatía; la defensa alegó responsabilidad disminuida. El 16 de diciembre de 1968, el jurado declaró a Mary culpable de homicidio (manslaughter) por diminished responsibility y a Norma absuelta de todos los cargos. La sentencia para Mary fue la figura británica de “detained at Her Majesty’s pleasure”: internamiento por tiempo indeterminado en un centro seguro.
El relato judicial reconstruyó también la vanidad peligrosa: tras la primera muerte, Mary alardeó en la escuela y buscó la atención de adultos; tras la segunda, se presentó en el velorio del pequeño Howe, riéndose según declaró el investigador principal. A la vez, los peritos subrayaron su infancia devastada y la disociación entre fantasía y realidad. Aquella mezcla —daño sufrido y daño causado— convirtió el caso en un espejo social incómodo.
Mary pasó su adolescencia en unidades cerradas de menores y prisiones de mujeres, con traslados que interrumpieron cualquier atisbo de tratamiento estable. En 1980, a los 23 años, fue liberada. El Estado británico le concedió anonimato y una nueva identidad; en 2003, el Alto Tribunal extendió la protección de por vida para ella y su hija (y en resoluciones posteriores, para su nieta), blindando cualquier dato que permitiera identificarlas.
Con el paso de las décadas, el “caso Mary Bell” siguió apareciendo en libros, análisis criminológicos y hemerotecas. No como excusa, sino como advertencia: si la infancia rota no se escucha a tiempo, el daño se ramifica. Y si el sistema mira a otro lado —como cuando hubo denuncias de intentos de estrangulamiento previos—, la tragedia se vuelve probable. En Newcastle, el nombre de Mary aún duele no solo por lo que hizo, sino por lo que nadie supo frenar.
Al final, quedan dos niños —Martin y Brian— y una ciudad que aprendió a pronunciar la palabra “monstruo” con cuidado cuando la cara es la de una niña. Mary Bell no fue un personaje de ficción: fue una menor atravesada por violencia que eligió reproducirla con sadismo. La justicia la nombró culpable y la sociedad, décadas después, aún debate cómo evitar que la inocencia se pudra tan pronto. Porque a los 11 años, mientras otros jugaban con muñecas, ella jugó con la vida y la muerte.
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