La noche del 28 de junio de 2024, Tarifa respiraba sal y levante cuando Úrsula Cortés Olivé, 24 años, restauradora y arqueóloga subacuática, cruzó el puerto como quien mide una orilla con la vista. Vestía de negro, botas grises y moradas, y llevaba en el brazo izquierdo un tatuaje inconfundible: un ánfora romana. Fue lo último cierto antes del hueco. Desde entonces, su nombre se repite como una marejada que no descansa.
Dos días después, la Guardia Civil localizó su Skoda Felicia plateado en la explanada del recinto ferial, junto a la playa de Los Lances. A más de dos kilómetros, en el camino hacia la Isla de Tarifa, aparecieron documentos a su nombre: migas de papel en un mapa de arena y viento que no terminaba de explicar ninguna ruta.
La búsqueda fue un latido continuo: GEAS peinando fondos, patrullas costeras, drones, helicópteros y Salvamento Marítimo abriendo compases sobre una costa que conoce demasiadas desapariciones. El Estrecho dictaba su ley de corrientes cruzadas mientras equipos y voluntarios rastreaban hasta Zahara, Algeciras y Sotogrande, sin una señal que rompiera el silencio.
El 12 de julio, en la otra orilla, la policía marroquí halló un cadáver arrastrado a una playa de Tánger. Tenía, en el brazo izquierdo, un tatuaje idéntico al de Úrsula: el ánfora. La identificación oficial quedó pendiente de huellas y ADN, pero el dato encendió todas las alarmas: el mar podía haber escrito la última línea.
Mientras la ciencia avanzaba a su ritmo áspero, el relato de las últimas horas se llenó de aristas. Testigos dijeron haberla visto “desorientada”; aquel viernes, condujo por el recinto portuario, se saltó dos controles y terminó en el puesto de la Guardia Civil, donde —según fuentes— dio respuestas “confusas y contradictorias”. No tenía inmersión prevista esa noche; su compañera de piso lo había aclarado en redes. Y, sin embargo, todo apuntaba al mar.
Había terminado prácticas embarcadas semanas antes en el puerto de Algeciras y cursaba un posgrado de arqueología subacuática vinculado a la Universidad de Cádiz. El agua era territorio conocido, oficio y vocación; por eso la paradoja dolía más: el mismo medio que la apasionaba era ahora el escenario de su ausencia.
Entre hipótesis, la investigación miró a lo probable y a lo terrible: un accidente en el borde líquido de Tarifa, una caída en noche ventosa, el arrastre de las corrientes hacia Marruecos; o la mano humana, el empujón, la cita que nunca debió ocurrir. No había arma ni sospechoso ni grito, solo un trayecto que se estrechaba hasta convertirse en un punto ciego.
Tarifa, acostumbrada a contar vientos, aprendió a contar pasos: los de quienes rastrearon dunas, escolleras y veriles con la fe muda de las búsquedas largas. La familia agradeció cada batida; el dispositivo se fue encogiendo a medida que el tiempo se hacía piedra, pero el nombre —Úrsula— siguió flotando sobre el muelle como una campana.
Hoy, el caso de la desaparición de Úrsula Cortés en Tarifa es también la historia de un tatuaje que encendió un reconocimiento posible en Tánger; de un coche hallado junto a Los Lances y de unos documentos en el camino a la Isla; de corrientes capaces de tender puentes entre orillas y de preguntas que, incluso con pruebas, no siempre encuentran puerto.
¿Cómo se deshilacha una vida entre un puerto, un páramo de arena y un mar que no explica? ¿Cuántos secretos guarda el Estrecho en noches sin testigos, y cuántas verdades se quedan varadas en la boca de un pozo de agua salada esperando, al fin, nombrar a la desaparecida?
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