La noche del 14 de octubre de 2005, Aintzane Garay, 26 años, se despidió de su familia en Barrika (Bizkaia) diciendo que tenía que encontrarse con su jefa. En realidad, iba a hacer algo que muchas personas han hecho mil veces: verse de nuevo, a escondidas, con un ex. Había quedado con él a las once de la noche en una gasolinera de Bakio, en la costa vizcaína. Tres días después, sus amigas encontrarían su cuerpo en una zona boscosa junto al mar, semidesnuda de cintura para abajo, con múltiples puñaladas. El caso sacudió Euskadi, se convirtió en símbolo extremo de violencia machista y sigue hoy grabado en la memoria colectiva.
Aintzane llevaba una vida “corriente” en la costa vizcaína. Vivía con su familia en Barrika y trabajaba en una tienda de moda del centro comercial Gorbeia, en Vitoria-Gasteiz; hacía cada día el trayecto para abrir el local a las diez de la mañana. Tenía 26 años, amigos, proyectos, una rutina tejida entre mar, carretera y trabajo. En casa conocían al chico con el que había salido tiempo atrás, pero no lo veían con buenos ojos. A ellos no les contó que aquella noche se iba a encontrar de nuevo con él; prefirió ocultarlo tras la excusa de la “reunión con la jefa”.
La versión que reconstruyen la Ertzaintza y los medios es clara: Aintzane y su ex, Mikel H. B., de 24 años, quedaron en esa gasolinera de Bakio y, desde allí, se fueron en el coche de él hacia una pista forestal en una zona boscosa cercana al mar. Allí salieron del vehículo y se internaron unos metros entre helechos y árboles. Lo que debía ser un encuentro íntimo se transformó en una escena de terror. Según la sentencia, Mikel la agredió sexualmente y, mientras la sometía, le asestó 14 cuchilladas, dejándola agonizando en el suelo.
La autopsia fue demoledora. El informe forense estableció que Aintzane sufrió una agresión sexual y murió desangrada como consecuencia de las puñaladas: ninguna herida era mortal por sí sola, pero el conjunto la dejó sin posibilidades. El tribunal consideró probado que el agresor la dejó allí, en la oscuridad del monte, abandonada a una agonía de unos 20 minutos, tirada entre vegetación, parcialmente cubierta por helechos. No hubo intento de pedir ayuda, ni llamada de emergencia: simplemente se marchó.
La mañana siguiente, el primer aviso de que algo iba mal llegó por el trabajo. Aintzane no se presentó a abrir la tienda en Vitoria, algo totalmente fuera de su carácter. Sus compañeros dieron la voz de alarma y la familia empezó a buscar. Uno de sus hermanos localizó su Seat Ibiza verde en un polígono industrial, aparcado a unos 300 metros de la gasolinera donde había quedado con el ex. A partir de ahí se activó un dispositivo de búsqueda en Bakio y alrededores, en el que participaron familia, amigos y policía.
Serían precisamente unas amigas de Aintzane las que, el 17 de octubre, tres días después de la desaparición, hallarían su cadáver en un paraje cercano a la playa de Andiños, en Bakio. El cuerpo estaba semidesnudo, con signos evidentes de violencia y parcialmente cubierto por vegetación, como si alguien hubiera intentado ocultarlo de manera rudimentaria. La escena no dejaba lugar a dudas: no era un accidente, ni una caída, ni una desaparición voluntaria. Era un crimen brutal.
Desde el primer momento, todas las miradas se dirigieron al mismo sitio: el exnovio. La propia familia contó que siempre habían sospechado de él. La Ertzaintza lo interrogó durante el fin de semana de la búsqueda, y su relato cambió varias veces. Al principio dijo que había esperado en la gasolinera y Aintzane nunca apareció; después añadió que ella le había enviado un mensaje cancelando la cita porque iba a quedar con otra persona en un bar. Los investigadores detectaron contradicciones.
Al avanzar las pruebas forenses y los registros, el cerco se cerró. La Ertzaintza encontró restos de sangre en el coche de Mikel pese a que había sido limpiado, y las coincidencias con la escena resultaron clave para desmontar su coartada. El 19 de octubre, mientras seguía detenido en la comisaría de Gernika, diversas fuentes policiales filtraron que el exnovio había confesado su autoría durante el interrogatorio, tras enfrentarse a la batería de evidencias. Horas más tarde, el juez ordenaba su ingreso inmediato en prisión preventiva.
El juicio por el asesinato de Aintzane Garay arrancó en la Audiencia Provincial de Bizkaia en abril de 2007, con una decisión llamativa: el tribunal prohibió la presencia de cámaras de televisión dentro de la sala, para proteger tanto a familiares como a testigos. Durante las sesiones, Mikel H. B. insistió en que aquella noche había consumido cocaína, que estaba alterado, que hubo relaciones sexuales consentidas y que el ataque se produjo en un momento de “ofuscación”. La acusación particular, la Fiscalía y la forense, en cambio, pintaron otro cuadro: un ataque violento, sostenido, con ensañamiento y una clara situación de dominio del agresor sobre la víctima.
El 17 de mayo de 2007, llegó la sentencia. La Audiencia condenó a Mikel H. B. a 32 años de cárcel: 18 por asesinato y 14 por la agresión sexual, además de 540.000 euros de indemnización a la familia y la prohibición de acercarse o comunicarse con ellos durante 40 años. El tribunal consideró probado que la llevó a propósito a esa pista forestal, que la violentó sexualmente y que la apuñaló hasta dejarla morir desangrada. No aceptó la idea de un arrebato incontenible: habló de brutalidad y de dolor infligido muy por encima de lo necesario para matar.
Pese a la condena alta, la familia de Aintzane sintió que la justicia se quedaba corta. Su madre, Yolanda López, declaró que las leyes eran “muy blandas” y que lo único que ella querría para el asesino de su hija sería cadena perpetua, algo que la legislación española no contempla. “Nos ha arrebatado la vida de mi hermana de 26 años. Si fueran 47 años, al menos habría pasado media vida en prisión”, lamentaba su hermano David Garay, que aun así renunció a recurrir: ningún tribunal le devolvería lo que habían perdido.
Con el tiempo, el caso de Aintzane ha seguido volviendo a los medios, no solo en aniversarios. Programas como “La Caja Negra” y “El Lector de Huesos” de EITB han reabierto una y otra vez la escena del crimen, analizando el trabajo forense, la investigación de la Ertzaintza y el impacto en la familia. En entrevistas posteriores, David ha denunciado que el asesino disfruta ya de permisos penitenciarios tras cumplir apenas una parte de la condena, y ha lanzado una frase que resume su indignación: “Matar a una mujer sale muy barato, eso no se puede consentir”.
Hoy, casi dos décadas después, Aintzane Garay sigue nombrándose junto a Virginia Acebes y Laura Orue cuando se habla de los crímenes machistas que hicieron que muchas mujeres de Euskadi dejaran de sentirse seguras al volver solas a casa de noche. Documentales recientes, como el episodio “No salgas sola de noche” de Así se escribe un crimen, han vuelto a enlazar sus nombres como símbolos de ese miedo que atraviesa generaciones. Aintzane ya no puede contar su historia, pero cada vez que se recuerda su caso, se pone un foco incómodo sobre algo que todavía no ha desaparecido: la violencia de quien cree que tiene derecho a decidir sobre el cuerpo y la vida de una mujer.
Y ahí está la verdadera pesadilla del caso Aintzane Garay: no sólo en la cita que se convirtió en trampa, ni en la pista forestal, ni en las 14 cuchilladas, sino en lo que deja detrás. Una familia rota, una madre que soñaba con cadena perpetua para quien le arrebató a su hija, un hermano que repite que la condena no compensa, y un pueblo entero —Barrika, Bakio, la costa vizcaína— que aprendió demasiado pronto que, a veces, la línea entre una noche cualquiera y el horror absoluto es tan fina como un mensaje de “quedamos en la gasolinera a las once”.
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