Sheila Barrero: la joven de Degaña que perdió la vida y cuyo caso prescribió sin culpables


La madrugada del 25 de enero de 2004, la niebla cubría el Alto de la Collada, el puerto de montaña que une Villablino (León) con Degaña (Asturias). Allí, aparcado en un área recreativa a pie de carretera, un Peugeot 206 blanco se recortaba casi fantasma entre la bruma. Dentro, en el asiento del conductor, estaba el cuerpo de Sheila Barrero Fernández, 22 años, con un disparo en la nuca. La ejecución fue fría, limpia, casi quirúrgica. No había signos de robo, ni de lucha. En cuestión de segundos, alguien le había arrebatado la vida en mitad de la nada… y dos décadas después, nadie ha sido condenado por ello.

Para entender el impacto del caso Sheila Barrero, hay que mirar quién era ella cuando aún era simplemente Sheila. Asturiana de Degaña, 22 años, trabajadora y con planes de futuro, compatibilizaba un empleo en una agencia de viajes en Gijón con un segundo trabajo como camarera de fin de semana en el pub Joe Team, uno de los locales de moda de Villablino. Aquella noche de enero había hecho lo de siempre: turno largo de copas, cierre de madrugada y regreso en coche por la carretera que conocía de memoria. Entre ella y su casa había apenas media hora de curvas y montaña. Parecía un trayecto rutinario. No lo era.

Sheila cerró el pub hacia las 7 de la mañana, tomó algo con compañeros en otro local y, ya con el cansancio encima, se subió a su Peugeot para volver a Degaña. En algún punto del camino, ya en la subida hacia el puerto, alguien consiguió que detuviera el coche. La Guardia Civil siempre ha sostenido la misma escena: una persona conocida la hace parar, se sube atrás y le dispara a quemarropa en la nuca con una pistola de pequeño calibre (6.35). El tiro atraviesa el cráneo, rebota en la luna y cae dentro del vehículo. Sheila muere en el acto. No hay frenazo brusco, no hay derrape, no hay caída por un terraplén. Solo silencio.



Quien rompe ese silencio es su hermano Elías. A media mañana, al ver que Sheila no ha llegado a casa, sale a buscarla por la carretera. Entre la niebla cree reconocer fugazmente un coche blanco en el alto. Más tarde vuelve y comprueba lo peor: es el Peugeot 206 de su hermana. Se acerca, mira dentro y la encuentra desplomada sobre el volante, con el impacto en la cabeza, el cristal marcado y una escena que no parece un accidente, sino una ejecución.

La autopsia confirmará esa impresión: un único disparo en la nuca, a muy corta distancia, realizado desde el interior del coche, sin signos de defensa, ni golpes, ni heridas adicionales. No faltaba dinero, el bolso estaba allí, el vehículo no presentaba destrozos ni forzamientos. No era un robo, no era un ajuste de cuentas típico. Era alguien que se ganó su confianza lo suficiente como para subir al coche en plena madrugada helada… y apretar el gatillo a menos de un metro de su cabeza.

Desde el primer momento, la investigación descarta un desconocido al azar. La Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil se suma a la Policía Judicial de Oviedo para trabajar con una hipótesis clara: el asesino pertenece al círculo cercano de Sheila. Con el tiempo, todas las miradas se concentrarán en una persona: su exnovio, Borja V. G.. La joven y él habían mantenido una relación complicada, con ruptura reciente y escenas de celos en el mismo pub donde ella trabajaba.



Lo que hace que la Guardia Civil señale a ese ex como principal sospechoso no es solo el contexto sentimental, sino una cadena de indicios técnicos. En 2019, tras reanalizar las viejas muestras con técnicas modernas, la UCO concluye que en la mano del exnovio había una partícula de plomo, bario y estaño compatible con residuos de disparo, similar a los encontrados en el casquillo. Además, en una bufanda azul aparecida misteriosamente en la parte trasera del coche de Sheila, se detecta una fibra que coincide con las fibras de una chaqueta suya, algo que la familia nunca ha podido olvidar: aseguran que esa bufanda no estaba en el vehículo cuando ella dejó el coche en el taller días antes.

A esos datos se suma una coartada discutida: el exnovio sostiene que la madrugada del crimen estaba en casa con sus padres, pero estos pasaban los fines de semana fuera, jugando al golf, según reconstruyen varias investigaciones periodísticas. La UCO habla abiertamente de venganza emocional como posible móvil; considera que el caso está “resuelto” a nivel policial y entrega un informe demoledor a los juzgados de Cangas del Narcea. A ojos de los investigadores, no hay dudas. A ojos de la Justicia, sí.

Porque aquí empieza la otra cara de la pesadilla: la batalla judicial. El caso de Sheila Barrero se archiva por primera vez en 2007 por falta de autor conocido; la Audiencia Provincial de Asturias confirma el sobreseimiento en 2008. Años después, gracias a los avances forenses, la Fiscalía avala en 2019 la reapertura de las diligencias para practicar nuevas pruebas, reanalizar fibras, residuos y reconstruir coartadas. Sin embargo, en 2020 la Audiencia vuelve a cerrar el caso al considerar que, pese a los indicios, no hay pruebas suficientes para llevar a nadie a juicio con garantías, que el móvil sigue sin esclarecerse y que hubo errores y omisiones clave en las primeras horas tras el hallazgo del cadáver.



Mientras tanto, la familia de Sheila no se resigna. Su madre, Julia Fernández, ha hecho huelgas de hambre, acampadas frente a la Audiencia de Oviedo, concentraciones en Degaña, ruedas de prensa, entrevistas. Sus hermanos, Mónica y Elías, repiten una y otra vez que no quieren “un inocente en la cárcel”, pero que están convencidos de quién es el presunto asesino por las pruebas de la Guardia Civil. Su lucha ya no es solo contra el hombre al que señalan, sino contra un sistema que, según ellos, no ha querido sentarlo ante un jurado. La palabra que más usan es “impunidad”.

El 25 de enero de 2024, el crimen de Sheila Barrero prescribe para cualquier posible autor no imputado, justo cuando se cumplen 20 años del hallazgo del cuerpo. Aún quedaba un margen adicional por la interrupción de plazos respecto al exnovio investigado, pero las resoluciones de archivo y la falta de acusación clara han dejado el caso, en la práctica, en un callejón sin salida. La COPE, la SER, diarios de Asturias y León hablan de “muerte sin justicia”, “dos décadas sin culpables” y “crimen impune en el Alto de la Collada”.

El contraste más duro está ahí: para la Guardia Civil, el caso está resuelto “moralmente”, con un exnovio al que todos los caminos apuntan; para la Fiscalía y los tribunales, los indicios no alcanzan el nivel de prueba exigido en un Estado de derecho. Él mantiene su presunción de inocencia, su defensa habla de “falso culpable”, y su abogado asegura que será “prácticamente imposible” reabrir la causa contra él. En medio quedan los padres de Sheila, envejeciendo con una foto en la mano y una pregunta que nadie ha querido o podido contestar en un juicio.



Hoy, el asesinato de Sheila Barrero es uno de los crímenes sin resolver más citados de España: aparece en documentales, podcasts de true crime, programas como Expediente Abierto o Gabinete de Investigación, especiales de aniversario en prensa y listas de “casos perfectos” donde la justicia nunca llegó a condenar a nadie. Cada vez que se repite su historia, se vuelve a esa imagen: una chica de 22 años, de madrugada, en un puerto de montaña, parando el coche quizá porque vio una luz conocida en el arcén, quizá porque alguien a quien había querido le hizo una señal desde la oscuridad.

Lo verdaderamente aterrador del caso Sheila Barrero no es solo el disparo en la nuca. Es todo lo que vino después: pruebas que llegan tarde, decisiones discutidas, archivos, reaperturas, nuevos archivos, plazos que corren hasta que la ley dice “basta”, aunque la familia todavía grite “aquí falta justicia”. Es la sensación de que alguien pudo matar a sangre fría en una carretera solitaria y, veinte años después, seguir caminando como si nada.



Y, sin embargo, hay algo que ni la prescripción ni los autos de archivo han conseguido cerrar: la memoria. En Degaña, en Laciana, en esa curva helada del Alto de la Collada, el nombre de Sheila Barrero sigue siendo un recordatorio incómodo de que a veces la verdad y la justicia no llegan a encontrarse. Su foto sigue colgada en paredes, reportajes y pancartas; su familia sigue repitiendo su nombre para que no se diluya en el ruido; y cada vez que alguien pregunta “¿quién mató a Sheila?”, está, aunque sea un poco, negándose a aceptar que este crimen quede enterrado en la nieve de aquella madrugada para siempre.

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