Ana Orantes: la historia real que cambió España y destapó décadas de violencia oculta


La tarde del 17 de diciembre de 1997, en Cúllar Vega (Granada), un hombre llamó a la puerta del patio, hizo salir a su exmujer, la empapó con gasolina y le prendió fuego. Ella se llamaba Ana Orantes Ruiz, tenía 60 años y llevaba casi medio siglo intentando sobrevivir a las palizas de ese mismo hombre. Murió horas después, quemada viva. Trece días antes, toda España la había visto en Canal Sur, contando con una calma estremecedora los 40 años de maltrato que había soportado. Su asesinato no fue “un crimen más”: el caso de Ana Orantes se convirtió en el punto de ruptura que obligó a mirar de frente la violencia de género en España. 

Ana había nacido en Granada, en la calle Elvira, el 6 de febrero de 1937, en una familia humilde. Su padre era albañil, su madre modista y dependienta de una tienda de chucherías. La pobreza la dejó fuera de la escuela: con nueve años ya cosía para ayudar en casa. De adolescente soñaba con una vida sencilla: trabajo, pareja, hijos. Nada en esa niña que zurcía ropa en el bajo de un edificio granadino anunciaba que su nombre acabaría en manuales de derecho, documentales y obituarios internacionales como símbolo de una tragedia colectiva.

Con 19 años conoció a José Parejo Avivar en una fiesta del Corpus. Él quería emanciparse de sus padres y vio en el matrimonio la vía rápida para lograrlo. La presionó, la amenazó con difamarla si no aceptaba, y en apenas tres meses se casaron, pese a la oposición de la familia de ella. Tres meses después de la boda, embarazada de su primer hijo, llegó la primera bofetada. Fue el aviso de lo que vendría: cuatro décadas de golpes, humillaciones y terror cotidiano.


El relato posterior de Ana dibuja un catálogo completo de violencia: su marido la agarraba del pelo para estrellarla contra la pared, le daba puñetazos, patadas en el estómago, la intentaba estrangular, la sentaba en una silla para golpearla con un palo hasta que “le diera la razón”. Los motivos podían ser tan absurdos como que la comida estuviera “muy caliente” o “muy fría”. Él pedía perdón llorando y prometiendo cambiar; luego volvía a pegarle. Los once hijos del matrimonio (ocho sobrevivientes) crecieron entre gritos, amenazas y un miedo que les moldeó la vida entera.

Durante esos 40 años, Ana intentó salir del infierno. Denunció, pidió ayuda a familiares, habló con curas y autoridades. Cuando por fin logró el divorcio, se encontró con una decisión judicial que hoy resulta escalofriante: el juez les obligó a seguir conviviendo en la misma casa, ella en la planta de arriba y él en la de abajo, porque económicamente no podían mantener dos viviendas. Era 1996. Para la justicia, aquel monstruo seguía siendo “el marido”. Para Ana, era su verdugo con dormitorio propio.

Entonces tomó una decisión que cambiaría la historia. El 4 de diciembre de 1997, se sentó en el plató del programa “De tarde en tarde”, de Canal Sur, y durante casi media hora contó, con una voz mansa y rota, lo que muchos medios bautizaron después como “la vida entera de una mujer maltratada”. Narró las palizas, los insultos, las amenazas de muerte, el divorcio, la convivencia forzada y el miedo permanente de compartir techo con el hombre que la había golpeado durante 40 años.


Aquella entrevista, emitida en la sobremesa andaluza, impactó como un puñetazo. Miles de espectadores llamaron a la cadena, muchas mujeres se reconocieron en su relato, periodistas y activistas comenzaron a citarla como un espejo brutal de lo que pasaba puertas adentro en tantos hogares. Pero no todo el mundo reaccionó con empatía. En la misma casa de Cúllar Vega, José Parejo escuchó cómo su exmujer lo describía en televisión como un maltratador. El hombre que llevaba décadas golpeándola se sintió “humillado” porque, por primera vez, alguien la estaba escuchando a ella.

El 17 de diciembre de 1997, trece días después de la entrevista, el guion se volvió pesadilla. Ana estaba en el patio de la casa cuando Parejo la hizo salir, la roció con gasolina y le prendió fuego. Los vecinos acudieron al oír los gritos; ella fue trasladada con quemaduras gravísimas al hospital, donde murió poco después. Las imágenes del féretro, despedido entre aplausos por un centenar de personas, y los testimonios de sus hijos denunciando la inacción judicial recorrieron España. De pronto, la “historia de una señora andaluza” se convirtió en un crimen machista a plena luz que nadie pudo maquillar como asunto privado.

La conmoción social fue inmediata. Algunos responsables políticos intentaron restarle dimensión: el entonces vicepresidente del Gobierno, Francisco Álvarez-Cascos, llegó a calificar el asesinato como “un caso aislado obra de un excéntrico”. Pero el clamor era demasiado grande: asociaciones de mujeres, periodistas y ciudadanía señalaron que lo que había pasado con Ana era la punta visible de un iceberg enorme. Bajo una etiqueta obsoleta —“violencia doméstica”— había miles de mujeres sufriendo en silencio. Su muerte hizo imposible seguir mirando a otro lado.


En el plano penal, José Parejo Avivar confesó el crimen. En diciembre de 1998, la Audiencia Provincial de Granada lo condenó a 17 años de prisión y al pago de 30 millones de pesetas de indemnización a sus hijos, además de imponerle un destierro de dos años de la localidad donde vivieran ellos tras cumplir condena. Años después, en 2004, su petición de libertad provisional fue denegada por el riesgo de “alarma social”. Pero para la familia de Ana y para el país, la cuestión ya no era solo cuánto tiempo estaría él en la cárcel, sino qué había fallado para que ella tuviera que morir así después de haber hablado.

El asesinato de Ana Orantes obligó al Gobierno a acelerar cambios que llevaban demasiado tiempo posponiéndose. Pese al discurso de “caso aislado”, pocos meses después el Ejecutivo del Partido Popular aprobó un Plan de Acción contra la Violencia Doméstica. En su marco se impulsó la Ley Orgánica 14/1999, que modificó el Código Penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal para incluir explícitamente la “violencia psíquica habitual” y crear una nueva medida cautelar de alejamiento físico entre agresor y víctima, el germen de las órdenes de protección actuales.

El terremoto jurídico no se detuvo ahí. Tras años de presión social, diagnósticos y debates, el Parlamento español aprobó en 2004 la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, por unanimidad. Esa ley supuso un cambio de paradigma: reconocía la violencia machista como un problema estructural, creaba juzgados específicos, medidas de protección integral y políticas públicas de prevención. Muchos estudios sitúan el “feminicidio de Ana Orantes” como el hito mediático que abrió la agenda y empujó hacia esa ley.


Con el tiempo, la historia de Ana traspasó fronteras. En 2020, The New York Times le dedicó un obituario dentro de su serie de “overlooked no more”, rescatando vidas de mujeres ignoradas en su momento, y recordando cómo su testimonio televisivo y su asesinato habían sacudido a España y contribuido a reformar la legislación sobre violencia de género. En 2024 y 2025, congresos y feminarios siguen homenajeándola, como el VII Feminario de la Diputación de Valencia, que analizó los 20 años de la ley integral y la señaló como “la mujer que rompió el silencio”.

Su hija Raquel Orantes se ha convertido en una de las voces que, con más dolor y lucidez, cuenta lo que significó crecer en aquella casa. En el 27º aniversario del crimen, escribió el prólogo del libro “Hijas del miedo”, donde explica que no ha querido tener hijos porque siente que nunca ha podido disfrutar del mundo en paz, y habla del orgullo y el peso de ser “la hija de Ana Orantes”. Cada vez que concede una entrevista recuerda que, en los noventa, en su calle “había muchísimas Ana Orantes”, mujeres maltratadas que ni siquiera ponían nombre a lo que les pasaba.

Hoy, más de 25 años después del asesinato de Ana Orantes, España tiene leyes específicas, juzgados de violencia sobre la mujer, campañas institucionales y términos como “violencia de género”, “violencia vicaria” o “violencia sexual” en el debate público. Y, sin embargo, los asesinatos machistas continúan, las cifras se actualizan cada año y las hijas del miedo siguen escribiendo su historia. Las instituciones, los medios y el movimiento feminista citan su nombre una y otra vez para recordar de dónde venimos: de un país donde una mujer podía contar en televisión que llevaba 40 años siendo golpeada… y seguir durmiendo bajo el mismo techo que su agresor.


La pesadilla del caso de Ana Orantes no está sólo en el fuego del patio de Cúllar Vega. Está en los 40 años de terror normalizado, en los vecinos que miraban hacia otro lado, en las instituciones que la obligaron a convivir con su maltratador, en la etiqueta de “caso aislado” con la que se intentó tapar la grieta. Pero también está en lo que vino después: una sociedad que, sacudida por su historia, empezó a entender que lo que ocurría dentro de las casas no era un “asunto de pareja”, sino una cuestión de derechos humanos. Ana no vivió para ver las leyes que su muerte ayudó a construir. Lo mínimo que podemos hacer, cada vez que pronunciamos su nombre, es no olvidar que ese cambio se pagó con su vida… y que la deuda con ella y con todas las que no llegaron a ser escuchadas sigue, todavía hoy, sin saldarse del todo.

Publicar un comentario

0 Comentarios