Rebeca Santamalia Cáncer: la abogada que creyó en la reinserción… y le quitó la vida el hombre al que defendió



La noche del 17 de enero de 2019, Zaragoza se acostó sin saber que acababa de escribirse una de las historias más oscuras de la abogacía española. Al día siguiente, la noticia estalló: la abogada penalista Rebeca Santamalia Cáncer, de 47 años, había aparecido muerta, con heridas de arma blanca, en un piso del número 21 de la calle Francisco de Pradilla, en la capital aragonesa. El presunto autor era José Javier Salvador Calvo, un hombre al que ella misma había defendido años antes cuando fue juzgado por asesinar a tiros a su esposa en 2003… y con el que, en ese momento, mantenía una relación sentimental.

Para entender el impacto del asesinato de Rebeca Santamalia, hay que mirar primero quién era. Rebeca no era “solo” una abogada penalista: era una figura muy respetada en el ámbito del derecho penitenciario. Había sido coordinadora del Servicio de Orientación Penitenciaria del Colegio de Abogados de Zaragoza entre 2010 y 2012, y vocal de la Subcomisión de Derecho Penitenciario del Consejo General de la Abogacía Española. Defendía a personas presas, peleaba por sus derechos y creía profundamente en la reinserción y en la necesidad de un sistema penitenciario más humano. Estaba casada, era madre de un hijo adolescente y compaginaba la vida familiar con una dedicación casi militante a su trabajo.

En el otro lado de la historia está José Javier Salvador Calvo, albañil de La Puebla de Híjar (Teruel), con un historial que ya era aterrador antes de cruzarse con Rebeca por segunda vez. El 22 de mayo de 2003, mató a su esposa, Patricia Maurel Conte, de 29 años, candidata del PP a la alcaldía de su municipio, disparándole una decena de tiros con una carabina y abandonando el cuerpo en un campo de cultivo. Aquel crimen sacudió Aragón: un asesinato machista, preelectoral, cometido con una violencia desproporcionada. En el juicio, su defensa —en la que participó Rebeca— alegó un “arrebato” de celos tras descubrir supuestos contactos íntimos de su esposa por internet.



En 2005, José Javier fue condenado a 18 años de prisión por ese asesinato. Ingresó primero en la cárcel de Teruel y, con el tiempo, fue pasando por los engranajes del sistema penitenciario: programas de tratamiento, clasificación, informes de evolución. Llegó incluso a seguir en 2010 un curso de rehabilitación para agresores de violencia de género, según reveló después la prensa. Sobre el papel, era el perfil “clásico” de interno grave que, con los años, empezaba a obtener pequeños márgenes de libertad bajo vigilancia. En la práctica, era un hombre que ya había demostrado ser capaz de matar a sangre fría a la mujer que decía amar.

La polémica estallaría después, pero la secuencia está clara. En diciembre de 2011, la junta de tratamiento de la prisión de Teruel emitió un informe contrario a otorgarle el tercer grado (semilibertad). Pese a ello, el juez de Vigilancia Penitenciaria le concedió el beneficio. En 2013 fue trasladado al Centro de Inserción Social de Zuera, donde trabajaba y dormía en prisión, y en enero de 2017 obtuvo la libertad condicional, otra vez contra el criterio de la junta de tratamiento, que desaconsejaba soltarlo. Si nada se hubiera torcido, habría alcanzado la libertad definitiva en 2021. El sistema consideró que el riesgo era asumible. Se equivocó.

En esos años de progresión penitenciaria, la relación entre Rebeca y José Javier dejó de ser solo profesional. Ella había sido su abogada en el juicio por el asesinato de Patricia Maurel y, con el tiempo, según confirmaron la Delegación del Gobierno y el entorno de la abogada, comenzaron una relación sentimental. Él tenía antecedentes por un crimen machista, ella estaba casada y era madre; la relación se vivía como una aventura “oculta pero conocida” en ciertos círculos, según reconstruyó la prensa. No hay datos de malos tratos previos hacia Rebeca, pero sí un patrón: un hombre con historial de violencia extrema que vuelve a tener pareja gracias a la confianza que genera la máscara de la reinserción.


La jornada del jueves 17 de enero de 2019 transcurrió, al menos en apariencia, como un día cualquiera. Rebeca acudió a trabajar y no regresó a casa a la hora habitual. Su marido, extrañado, trató de localizarla; al no conseguirlo, presentó una denuncia por desaparición esa misma tarde en una comisaría de Zaragoza, al ver que la abogada no había vuelto tras su jornada profesional. La preocupación era lógica: no había avisado de ningún viaje, ni cambio de planes, ni tenía antecedentes de ausencias prolongadas. Algo se había roto en una rutina mil veces repetida.

Mientras la familia iniciaba su propia búsqueda desesperada, la policía comenzó a tirar del hilo. La última pista llevaba a una vivienda de la calle Francisco de Pradilla, propiedad de José Javier Salvador. En la madrugada del 18 de enero, agentes de la Policía Nacional entraron en el piso y encontraron el cadáver de Rebeca Santamalia, con múltiples heridas de arma blanca y signos claros de violencia. Algunas fuentes hablan de que fue degollada, otras de varias puñaladas; en cualquier caso, la brutalidad del ataque recordaba al pasado del agresor. Rebeca se convirtió en la cuarta mujer asesinada en 2019 por violencia machista en España.

Para entonces, el presunto asesino ya no estaba allí. Poco antes de que la policía hallara el cuerpo, José Javier Salvador se había suicidado en Teruel, arrojándose desde el viaducto de la ciudad en torno a las 00:30 de esa misma madrugada. Fue localizado sin documentación, con dinero en efectivo y las llaves de una furgoneta; la identidad se confirmó después. El hombre que había matado a tiros a su esposa en 2003 y que ahora había asesinado a su abogada-amante en 2019, eligió irse antes de enfrentar otro juicio. No hubo interrogatorio, ni confesión, ni posibilidad de preguntarle por qué.


La Delegación del Gobierno en Aragón confirmó de inmediato que el crimen se investigaba como violencia de género: Rebeca y José Javier tenían una relación afectiva, su cuerpo presentaba heridas de arma blanca y él acababa de quitarse la vida tras el asesinato. El golpe fue doble: para el movimiento feminista, era otro feminicidio íntimo más; para la abogacía, era la constatación de que una compañera había sido asesinada por un cliente al que defendió, alguien que conocía su compromiso con los derechos humanos… y que aun así la convirtió en su segunda víctima. Los colegios de abogados de toda España emitieron comunicados de repulsa, convocaron concentraciones y suspendieron actos en señal de duelo.

Muy pronto, el caso de Rebeca abrió otra herida: la del fallo del sistema penitenciario. Se supo que la libertad condicional de José Javier había sido concedida dos veces contra el criterio de las juntas de tratamiento de las cárceles de Teruel y Zuera, que habían emitido informes negativos. Se supo también que los servicios sociales realizaban el seguimiento y que en 2021 habría quedado totalmente libre. La pregunta que flotaba en titulares y tertulias era la misma: ¿se podría haber evitado el asesinato de la abogada Rebeca Santamalia? No era solo la historia de un hombre violento reincidente; era la historia de un sistema que, formalmente, había cumplido los trámites… pero humanamente, había fallado.

Tras su muerte, el nombre de Rebeca no se quedó solo en los obituarios. Colegas y amigos impulsaron la Asociación de Derecho Penitenciario Rebeca Santamalia (ASDEPRES), una entidad estatal que agrupa a profesionales dedicados a la defensa de las personas presas y a la denuncia de vulneraciones de derechos en prisión. Hoy ASDEPRES participa en investigaciones sobre la situación de las mujeres privadas de libertad, colabora con universidades como Comillas y Emakunde, y firma manifiestos junto a organizaciones de derechos humanos. Es, en cierto modo, la forma en que la abogacía penitenciaria ha decidido que Rebeca siga “presente” en cada batalla jurídica que busca un sistema más justo.


El caso Rebeca Santamalia – José Javier Salvador Calvo se ha convertido también en material de estudio académico, análisis feministas y podcasts de true crime que diseccionan cada error: la valoración del riesgo, la concesión de grados, la falta de comunicación entre instituciones, la ceguera ante los antecedentes de violencia machista. En muchos de esos análisis se repite una idea incómoda: frente al relato de la reinserción “ejemplar” de algunos agresores, hay víctimas que vuelven a pagar con su vida el precio de un optimismo institucional mal calibrado. Rebeca, que defendía una ejecución penal más humana, terminó siendo asesinada por alguien que se benefició de ese sistema.

Hoy, cuando se habla del asesinato de la abogada Rebeca Santamalia en Zaragoza, no se habla solo de un crimen pasional ni de una historia morbosa de amante y cliente. Se habla de violencia machista, de responsabilidad institucional y de los límites de la confianza. Una mujer brillante, comprometida con los derechos de las personas presas, creyó que aquel hombre que mató a su esposa podía vivir una segunda vida fuera de la cárcel. El sistema jurídico también lo creyó. Él respondió apuñalándola en la intimidad de un piso, en una noche de enero, y saltando después al vacío desde un viaducto para escapar, otra vez, de la justicia.


Y ahí está la pesadilla que deja este caso: no solo el horror del asesinato, sino el espejo que pone delante de todos. Una abogada que lucha por la reinserción termina asesinada por el símbolo perfecto del maltratador reincidente; un sistema que presume de garantías ve cómo un hombre, al que se le advirtió dos veces que no debía estar en la calle, vuelve a matar bajo su paraguas. Entre la fe en la segunda oportunidad y la obligación de proteger a las posibles víctimas hay una línea muy fina. En el caso de Rebeca Santamalia Cáncer, esa línea se rompió… y el precio fue la vida de una mujer que había dedicado la suya a creer que el monstruo, a veces, podía cambiar.

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