Marta Calvo Burón: la joven que mandó su ubicación por WhatsApp y desapareció en una cita que escondía a un criminal en serie



La madrugada del 7 de noviembre de 2019, Marta Calvo Burón, de 25 años, hizo algo que había convertido en costumbre para sentirse más segura: antes de entrar en una cita concertada por internet, envió a su madre la ubicación por WhatsApp del lugar al que se dirigía. Era la casa de un hombre en el número 9 de la calle San Juan Bautista, en Manuel (Valencia). Ese mensaje fue lo último que supo su madre de ella. A partir de ahí, el rastro de Marta se rompe en seco y comienza una de las investigaciones más oscuras de la crónica criminal reciente en España.

Marta había quedado con un hombre al que conoció en una plataforma de contactos, algo que ya había hecho otras veces sin problemas. Esa noche, como siempre, avisó: “mamá, estoy aquí”. La ubicación señalaba una vivienda en Manuel, en la Ribera Alta. Cuando pasaron las horas sin que respondiera mensajes ni llamadas, la inquietud se convirtió en terror. Dos días después, el 9 de noviembre, su madre, Marisol Burón, se plantó en el pueblo siguiendo el punto azul del WhatsApp, llamó a esa puerta y se encontró con un desconocido que negó saber quién era Marta. Poco después, ese hombre desapareció.

El hombre se llamaba Jorge Ignacio Palma, colombiano, 37 años, con antecedentes por tráfico de drogas y un historial turbio que el pueblo no conocía. Tras hablar con la madre de Marta, huyó, dejando atrás una casa que olía a lejía y un coche que intentó llevar a un desguace en El Puig. Esa mezcla de desaparición de la joven y fuga del hombre con el que había quedado encendió todas las alarmas. La Guardia Civil abrió un caso de alto riesgo y el grupo de Homicidios asumió la investigación con una idea clavada desde el primer momento: podía haber pasado lo peor.


La denuncia formal por desaparición se registró la noche del 9 de noviembre de 2019. A partir de ahí, comenzaron las batidas en ríos, caminos, acequias y pozos cercanos a Manuel, con apoyo del GEAS, perros, helicópteros y, más tarde, incluso la UME preparada por si había que mover toneladas de basura. Pero todas las miradas volvían una y otra vez a la misma casa: la vivienda alquilada por Jorge Ignacio en la calle San Juan Bautista, minuciosamente limpiada con lejía, sin rastro aparente de Marta… al menos a simple vista.

Los registros forenses empezaron a desmontar la escena aséptica. En tuberías y desagües de la casa de Manuel se localizaron restos biológicos y jirones orgánicos, aunque los análisis de ADN no resultaron concluyentes en un primer momento. Paralelamente, se rastreaban vertederos como el de Dos Aguas y plantas de tratamiento de residuos en busca de cualquier fragmento humano, porque sobre la mesa ya había una confesión espantosa: Jorge Ignacio había admitido, ante los investigadores, que había desmembrado el cuerpo de Marta y lo había arrojado en varios contenedores de basura.

Esa confesión llegó el 4 de diciembre de 2019, cuando, tras casi un mes fugado, Jorge Ignacio se entregó en el cuartel de la Guardia Civil de Carcaixent diciendo: “Soy Jorge y soy la persona que estáis buscando”. Aseguró que Marta había muerto “accidentalmente” durante una noche de sexo y consumo de cocaína de alta pureza, que entró en pánico, la descuartizó y repartió sus restos en diez contenedores diferentes. Con esa versión intentaba construir el relato de un “homicidio imprudente” y un encubrimiento, no el de un asesino. Pero la realidad que iría desgranando la investigación era muy distinta.


Mientras los equipos buscaban sin descanso un cuerpo que nunca ha aparecido, las pesquisas sobre Jorge Ignacio destaparon algo más grande que un único crimen. Revisando muertes previas de mujeres que habían quedado con él, los investigadores hallaron un patrón: “fiestas blancas” en las que él proponía introducir rocas de cocaína de gran pureza en la vagina y el ano de sus víctimas durante las relaciones sexuales, provocando una sobredosis brutal. Ese modus operandi estaba detrás de la muerte de la brasileña Arliene Ramos (32) y la colombiana Lady Marcela Vargas (26) en 2019, inicialmente atribuidas a causas naturales o accidentes, y de las agresiones sufridas por al menos ocho mujeres más, casi todas prostitutas que sobrevivieron para contarlo.

El 13 de junio de 2022 arrancó en la Audiencia de Valencia el juicio con jurado popular contra Jorge Ignacio Palma. Se le acusaba de ser un asesino en serie, responsable de la muerte de Marta Calvo, Arliene Ramos y Lady Marcela Vargas, y de agresiones sexuales y tentativas de homicidio sobre otras ocho mujeres. Durante semanas, las supervivientes contaron cómo, sin su consentimiento, él introducía cocaína en sus genitales y las dejaba convulsionando en la cama, sin pedir ayuda médica, observando la escena con una frialdad que los peritos describieron como “sadismo” y “perversidad”.

La madre de Marta, Marisol Burón, declaró mirando de frente al acusado: “Solo estoy viva para hacer justicia. Quiero recuperar a mi hija, me la ha robado”. Denunció que había tratado a su hija “como si fuera basura”, al confesar que tiró su cuerpo a contenedores sin revelar jamás dónde está. Ese silencio sobre el paradero de Marta la llevó, además, a promover una Iniciativa Legislativa Popular para que ocultar un cadáver sea un delito específico y más gravemente penado, iniciativa que defendió en el Congreso junto a familiares de Diana Quer y Marta del Castillo.


El 1 de septiembre de 2022, la Audiencia Provincial de Valencia condenó a Jorge Ignacio Palma a 159 años de prisión por el asesinato de Marta Calvo y otras dos mujeres, y por las tentativas de homicidio y abusos sexuales a las supervivientes. La sentencia fijaba indemnizaciones por más de 640.000 euros para las familias y consideraba probado que actuó sabiendo perfectamente el riesgo mortal de su “fiesta blanca”, buscando placer en la agonía de las víctimas. Pero había un punto que encendió la rabia de la familia de Marta: pese a la longitud de la condena, no se le aplicaba la prisión permanente revisable, y el límite real de cumplimiento quedaba en 40 años de cárcel.

El Tribunal Superior de Justicia de la Comunitat Valenciana (TSJCV) confirmó en marzo de 2023 esa condena de 159 años y 11 meses y rechazó subirla a prisión permanente revisable, desestimando así los recursos de los padres de Marta. Marisol Burón volvió a los medios indignada: “Mi hija no merece esta condena”. Pero la batalla legal no estaba terminada. Las acusaciones llevaron el caso al Tribunal Supremo, insistiendo en que un asesino en serie que mata a tres mujeres con el mismo patrón merece la máxima pena prevista por la ley.

El giro llegó el 23 de septiembre de 2024. La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo dictó sentencia y dio la razón a las acusaciones: condenó a prisión permanente revisable a Jorge Ignacio Palma como autor del asesinato de Marta Calvo y de las otras dos mujeres, manteniendo además 137 años adicionales de prisión por los demás delitos (dos asesinatos más y seis tentativas). También elevó a 140.000 euros la indemnización a los padres de Marta. Esa resolución corrigió a la Audiencia y al TSJCV y fijó una doctrina clave: la pena máxima puede aplicarse al tercer crimen de un asesino en serie en casos como este.


Paralelamente al calvario judicial, la familia de Marta ha levantado una trinchera de memoria y activismo. Nació así la asociación “Por Marta Calvo Burón, ¿mis derechos dónde están?”, desde la que impulsan cambios legales para endurecer el castigo a quienes ocultan el paradero de las víctimas y para mejorar la protección de mujeres en contextos de prostitución y citas online. En sus campañas insisten en un lema que duele: “No es solo Marta”; detrás hay un patrón de violencia contra mujeres especialmente vulnerables que el propio caso destapó a la fuerza.

Hoy, el caso Marta Calvo Burón sigue abierto en un aspecto esencial: su cuerpo nunca ha sido encontrado. Ni las batidas en ríos y vertederos, ni las prospecciones en pozos y cañerías han logrado devolver a su madre unos restos que enterrar. La condena en el Supremo cierra la parte penal, pero deja intacta la herida más profunda: no saber dónde está Marta. Marisol lo repite en cada entrevista: la lucha no es solo por una pena ejemplar, sino por algo tan básico como poder llevar flores a un lugar concreto y decir “aquí descansa mi hija”.


La pesadilla del caso Marta Calvo no es solo la monstruosidad de un hombre que utilizaba el sexo y la cocaína como arma, ni los detalles macabros de un descuartizamiento sin cuerpo. Es también el retrato de un sistema que tardó en ver a un depredador en serie detrás de muertes que parecían “sobredosis”, y el espejo incómodo de una realidad donde, incluso mandando tu ubicación, no siempre estás a salvo. Marta hizo lo que tantas nos han dicho que hagamos para protegernos… y aun así, no volvió. Lo único que podemos hacer ya es no borrar su nombre, contar su historia completa y seguir señalando al monstruo y a las grietas que lo dejaron actuar, para que ninguna otra madre tenga que preguntar, como pregunta Marisol: ¿Mis derechos dónde están?

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