La noche del 16 de junio de 1985, una médica de 39 años estaciona su Renault 6 blanco en un hospital psiquiátrico perdido entre la niebla bonaerense. Firma el libro de guardia a las 21:38, atiende a dos pacientes, conversa con enfermeros, firma un certificado de defunción, pide cigarrillos y se retira a descansar en la Casa Médica de la Colonia Nacional Dr. Manuel A. Montes de Oca, en Torres, partido de Luján. A la mañana siguiente, su cama está vacía, sus zapatos de mujer ordenados junto a la cama… y ella ha desaparecido del mapa para siempre. Así empieza el caso de Cecilia Enriqueta Giubileo, uno de los misterios más oscuros y persistentes de la historia criminal argentina.
Para entender la dimensión del enigma, hay que mirar quién era ella antes de volverse leyenda. Cecilia Giubileo nació en General Pinto (Buenos Aires) en 1946, en una familia acomodada, con tres hermanos varones. Estudió Medicina en la Universidad Nacional de Córdoba en los años 60, militó en la izquierda dentro de la Juventud Católica Argentina, se casó en 1972 con el músico Pablo Chabrol y se fue a vivir a Gijón, España. El matrimonio duró poco: Cecilia volvió, terminó la carrera y en 1973 se recibió de médica. En 1974 comenzó a trabajar en el sistema de salud mental, primero en el hospital psiquiátrico Cabred (Open Door) y luego en Montes de Oca, ya instalada en la zona de Luján.
Montes de Oca no era un hospital cualquiera: era una colonia neuropsiquiátrica gigante, con más de doscientas hectáreas y alrededor de dos mil pacientes de ambos sexos, muchos de ellos internados de por vida, pobres, sin familia, en un régimen semiabierto donde los internos deambulaban por pabellones, galpones y un enorme pantano o ciénaga que ya arrastraba historias de cuerpos hallados en el barro. En ese escenario de pasillos interminables, medicamentos, encierro y abandono, Cecilia hizo su vida profesional: consultorios, guardias, diagnósticos… y, según contaría después un ex novio, preocupaciones cada vez más graves por lo que veía puertas adentro.
El domingo 16 de junio de 1985 fue un día frío, húmedo, con neblina baja. A la noche, Cecilia manejó su Renault 6 hasta la colonia, como tantas veces. Firmó su ingreso, atendió a un paciente con fiebre alta, recetó un antifebril, y firmó el acta de defunción de una interna de 23 años cuyos familiares vinieron a retirar el cuerpo. Poco después, el paciente Miguel Cano llegó desde el Pabellón 7 a buscarla por una urgencia dermatológica: una urticaria. Caminaron unos 500 metros por senderos bien iluminados hasta el pabellón, ella atendió el caso y él la acompañó de vuelta hasta la Casa Médica. “Andá tranquilo, yo voy a descansar un rato”, recuerda él que le dijo. Serían cerca de la medianoche.
Un enfermero declaró que alrededor de las 00:15 del 17 de junio se cruzó con Cecilia, que le comentó: “Vengo del pabellón 7, atendí una urticaria gigante”. Después de eso, sólo hay sombras. Se sabe que habló brevemente con otro enfermero, que tuvo un entredicho leve con la supervisora Nélida Ojuez, que pidió tres cigarrillos “para leer un rato” y se retiró a su habitación. A partir de ese momento, nadie puede decir con certeza qué ocurrió entre esas cuatro paredes. Al otro día, cuando fueron a buscarla, la Casa Médica estaba cerrada con llave desde adentro, su cama sin usar y, sobre la mesa de luz, sus zapatos marrones con puntera clara. Su bolso, su cartera y su maletín médico habían desaparecido. El auto seguía estacionado en el mismo lugar.
La reacción institucional fue tan extraña como el propio caso. El director de la colonia, Florencio Eliseo Sánchez, no radicó de inmediato una denuncia por desaparición; en cambio, le abrió un sumario por abandono de guardia, como si Cecilia se hubiera ido por decisión propia. Fueron sus amigos —en particular, la médica Beatriz Ehlinger— quienes, dos días después, presentaron la denuncia por averiguación de paradero en la comisaría de Torres. A partir de entonces, la colonia fue tomada por policías, perros rastreadores, periodistas y fotógrafos: se revisaron túneles, altillos, pabellones clausurados, la ciénaga, depósitos… pero no apareció ni un rastro de la médica.
Muy pronto empezaron a acumularse “pistas macabras y pruebas borradas”, como tituló años más tarde Infobae. Uno de los datos más inquietantes: la habitación de Cecilia fue modificada a las pocas horas. El juez de la causa, Carlos Gallaso, no ordenó precintar la escena ni preservar nada; albañiles pintaron las paredes, se movieron muebles y se retiraron las pertenencias de la médica. Cualquier rastro posible —cabellos, fibras, huellas, manchas— quedó sepultado bajo una capa de pintura. Otro detalle: Cecilia había cargado el tanque de nafta del Renault 6 el día anterior, pero cuando la policía revisó el auto ya no quedaba una gota de combustible, como si alguien lo hubiera usado durante la madrugada sin que se registrara su salida.
En ese clima de descontrol, empezaron a circular historias cada vez más siniestras. Una interna apareció desnuda en una casilla rural, denunciando que había sido violada y que allí había visto a Cecilia atada y golpeada; nada de eso pudo probarse. Una vidente llegó a la colonia, habló con los familiares y pronosticó que “Giubileo no aparecerá nunca más”; con el tiempo, aquella frase se convirtió en un resumen brutal del caso. Había demasiadas versiones y ninguna evidencia sólida.
Las hipótesis oficiales y mediáticas fueron mutando, a veces rozando lo delirante. Se habló de que algún paciente podría haberla atacado, pero no hubo señales de lucha ni de violencia que sostuvieran esa teoría. Se barajó un secuestro extorsivo, pero nunca llegó un pedido de rescate, pese a que se supo que Cecilia guardaba 3.000 dólares en su casa de Luján, escondidos en una caja de Maizena. Se insinuó una fuga voluntaria, incluso rumores de que habría “cruzado a Uruguay” o “rehecho su vida en otro país”, pero ningún rastro documentado apareció jamás.
La hipótesis que más escalofríos produjo fue la que conectaba la desaparición con denuncias internas sobre abusos en la colonia. El abogado de la familia, Marcelo Parrilli, y el ex novio de Cecilia, Francisco Merino, contaron años después que ella estaba asustada, que les había dicho por teléfono que en Montes de Oca “pasaban cosas graves con los pacientes” y que la estaban presionando por querer denunciar “irregularidades”. Merino relató que Cecilia le habló de supuestos casos de pacientes a quienes les sacaban córneas y órganos y luego los hacían desaparecer, algo que otros profesionales del hospital consideran técnicamente inverosímil dentro de la propia colonia, pero que abre la puerta a otra sospecha: que pudiera haber tráfico de personas o derivaciones clandestinas fuera del predio. Nada de esto fue probado judicialmente, pero muestra el nivel de terror que ella misma sentía en los días previos.
Con el tiempo, el expediente —caratulado como “presunta privación ilegal de la libertad”— engordó hasta las 700 páginas y pasó por varios jueces sin avances contundentes. A finales de los 90, y ya en democracia plena, la causa terminó prescripta en el Juzgado de Transición Nº 2 de Mercedes: ningún imputado, ningún cuerpo, ningún cierre. El caso Giubileo quedó oficialmente impune, archivado… pero nunca del todo olvidado. En los años siguientes, periodistas como Ricardo Filighera y Matías Cambiaggi publicaron libros, antropólogas como Nancy Scheper-Hughes lo analizaron como símbolo de los “fantasmas” de la posdictadura, y cada aniversario reaparece en notas que lo definen como un “misterio sin fin”.
Hoy, a casi 40 años de aquella noche de invierno, el caso de Cecilia Enriqueta Giubileo sigue exactamente en el mismo punto: sin cuerpo, sin escena del crimen, sin culpables, sin una respuesta limpia que su familia pueda abrazar. Para la estadística, es “una de las 25 personas que desaparecen por año en Luján sin dejar rastro”. Para la historia argentina, es algo más oscuro: la médica que entró a hacer una guardia en Montes de Oca y nunca salió; el “fantasma de Open Door” que todavía recorre pabellones, túneles y ciénagas en la memoria de quienes la recuerdan. Y para cualquiera que se asome a su historia desde una pantalla, es una advertencia fría: lo verdaderamente aterrador no siempre es lo que se ve… sino aquello que alguien se encarga de borrar.
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