Diego Fernández Lima: el adolescente que salió de casa con una mandarina en la mano y apareció 41 años después en un jardín de Coghlan




El 26 de julio de 1984, a las dos de la tarde, un chico de 16 años salió de su casa en Villa Urquiza comiendo una mandarina. Le pidió a su mamá unas monedas para el colectivo y le dijo que iba primero a lo de un compañero y después al colegio. Se llamaba Diego Fernández Lima, pero en el club todos le decían “Gaita”. Llegó caminando hasta la zona de Monroe y Naón, donde un conocido lo vio y le gritó su apodo. Esa fue la última vez que alguien lo vio con vida. Cuatro décadas más tarde, en mayo de 2025, unos obreros que rompían una medianera en Coghlan desenterraron sus restos en un jardín tranquilo de Buenos Aires. El caso del “adolescente desaparecido en 1984” por fin tenía un cuerpo… pero todavía no una explicación. 

Antes de convertirse en un expediente, Diego era un pibe más de clase media del norte de la ciudad. Estudiaba en la ENET Nº 36, una escuela técnica, y jugaba al fútbol en las inferiores de Excursionistas, donde lo recuerdan como “chiquito pero muy hábil”, rapidito, con una zurda viva. En las fotos de la época se lo ve con saco, camisa y corbata del uniforme, pelo abundante, cara todavía redonda de adolescente. No había nada en su vida que hiciera pensar en la palabra que la policía se apuraría en escribir: “fuga del hogar”.

Ese jueves de invierno de 1984, Diego volvió del colegio al mediodía, almorzó con su madre y le pidió plata para el bondi. Salió a las 14:00, con la mandarina en la mano, rumbo a la casa de un compañero. Según reconstruyó después la familia, nunca llegó a destino, tampoco apareció en la clase de la tarde en la ENET 36. Un testigo lo ubicó por última vez en la esquina de Rómulo Naón y Monroe, lo llamó “Gaita” y lo vio seguir caminando hacia el lado en el que, casualmente, décadas después aparecerían sus restos. Después, nada: ni llamadas, ni cartas, ni movimientos que sugirieran que se había ido por voluntad propia.


Dos días después de la desaparición, los padres fueron a la comisaría. No les tomaron la denuncia en serio: les dijeron que seguro se había ido “con una novia”, que ya iba a volver. Esa desconfianza institucional marcó el tono de todo lo que vendría: mientras la familia empapelaba Buenos Aires con carteles de “se busca” y anotaba cada pista en una libreta negra —la famosa libreta de “Tito”, el padre—, la causa judicial se archivaba bajo una etiqueta cómoda y cruel: adolescente fugado. Durante años, el expediente durmió como si la historia estuviera cerrada.

Para la familia, en cambio, recién empezaba. Durante 41 años recorrieron comisarías, hospitales, morgues, psiquiátricos. Viajaron incluso a Mendoza, siguieron pistas que hablaban de una secta, llegaron a pensar que Diego podía haber sido víctima de algo ligado a la dictadura, que había terminado hacía apenas siete meses cuando él desapareció. El padre murió atropellado siguiendo una de esas pistas, y el hermano menor, Javier, creció con una certeza amarga: si el Estado no lo buscaba, tendrían que buscarlo ellos solos. La libreta negra fue llenándose de nombres, fechas, números de expedientes, direcciones. Era el mapa de una investigación amateur que nunca se detuvo, aunque todo pareciera indicar que ya no había nada que encontrar.

El giro llega por azar, como en las pesadillas que empiezan con un ruido en el patio. El 20 de mayo de 2025, unos obreros trabajaban en una obra sobre avenida Congreso al 3700, en Coghlan, levantando una nueva medianera entre dos chalets. Uno de esos chalets había sido propiedad de la artista Marina Olmi y, años después, alquilado por Gustavo Cerati; el otro pertenecía a la familia Graf, cuyos hijos habían ido al colegio con Diego. Al cavar unos 50 centímetros, la pala chocó con algo que no era piedra ni hierro: restos óseos humanos. Se frenó la obra, llegó la policía, llegó la fiscalía. Nacía el “misterio de Coghlan”.


Al principio, todo eran suposiciones. La madre de Cristian Graf habló de una vieja iglesia que habría funcionado allí y sugirió que quizá los huesos fueran antiguos, de algún cura o entierro olvidado. Otros mencionaron caballos, un establo, un posible relleno de tierra traída de otro lado. Nada de eso cerró cuando intervino el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Los especialistas excavaron bien la fosa y rescataron no sólo huesos, sino también objetos: un reloj Casio calculadora de los 80, una corbata de uniforme escolar, suelas de mocasines talla 41, una moneda japonesa, un llavero naranja con una llave, una ficha de casino y restos de ropa que apuntaban claramente a los años ochenta. No era un entierro antiguo ni un accidente de obra: alguien había enterrado a un adolescente allí, a propósito.

El caso saltó a los medios con un titular fácil: “el cuerpo encontrado al lado de la casa donde vivió Cerati”. Ese detalle fue el que, paradójicamente, hizo que la noticia llegara hasta la familia correcta. Un sobrino de Diego vio las imágenes, escuchó la edad estimada, la época, el barrio, el reloj calculadora, la corbata… y pensó una frase que cambiaría todo: “¿y si es Diego?”. Llamaron, aportaron datos, y el EAAF tomó una muestra de sangre de la madre, hoy una mujer mayor. El 7 de agosto de 2025, la Fiscalía confirmó lo que la familia intuía: el NN hallado en Coghlan era Diego “Gaita” Fernández Lima.

La conmoción fue inmediata. El club Excursionistas emitió un comunicado diciendo que estaba “profundamente conmovido y triste” por la noticia y que abrazaba a la familia del juvenil que había jugado en sus inferiores. La vieja ENET 36 también envió condolencias. Ucrónicos, hinchas y periodistas recordaron al “Gaita” en fotos amarillentas, haciendo jueguitos con la pelota. La familia, por su parte, se enfrentó a una doble sensación: alivio brutal por tener por fin certezas y un dolor nuevo al confirmar que el chico al que habían imaginado en mil futuros posibles llevaba 41 años bajo tierra, a pocos kilómetros de donde lo habían visto por última vez.


Los peritos forenses del EAAF describieron lo que el cuerpo contaba: una lesión cortopunzante en la cuarta costilla derecha y otras lesiones en miembros inferiores y superiores, probablemente asociadas a intentos de manipulación del cuerpo. La fosa estaba a apenas medio metro de profundidad, bajo una ligustrina que, según relató un albañil, el dueño de casa se había empeñado en no arrancar durante la obra. El mensaje era claro: no se trataba de un accidente ni de una muerte dudosa. Diego había sido víctima de un homicidio violento y alguien había hecho lo posible por esconderlo… sin imaginar que, décadas después, una pala rompería el secreto.

La investigación actual está en manos del fiscal Martín López Perrando, que intenta reconstruir qué pasó aquel 26 de julio de 1984 y quién mató a Diego. El foco inevitable recae sobre Cristian Graf, excompañero de escuela y propietario de la casa cuyo jardín escondía los restos. Graf ha dado varias versiones: primero habló de la iglesia, luego de caballos, después sugirió que los huesos podrían haber llegado con un camión de tierra; más tarde, en entrevistas televisivas, negó haber sido amigo de Diego y hasta rechazó tener pasión por las motos, pese a testimonios que dicen lo contrario. La Justicia lo ha imputado por encubrimiento agravado, un delito que sí puede investigarse aunque el homicidio en sí se encuentre prescripto después de 41 años.

Lo que hace tan perturbador el caso de Diego Fernández Lima no es solo el crimen, sino todo lo que vino después —o mejor dicho, lo que no vino. Durante décadas, la causa fue tratada como una simple fuga adolescente. Nadie preservó escenas, nadie revisó en serio los entornos, nadie pensó que, a pocas cuadras de la casa familiar, un compañero de escuela podía esconder un cadáver en el jardín. Crónicas como la de Revista Anfibia y notas en Clarín y otros medios hablan de “todas las muertes de Diego”: la física en 1984, la simbólica cuando se archivó la causa, la emocional cuando el Estado dejó sola a la familia. La libreta de Tito quedó como prueba de que, mientras la Justicia dormía, unos padres agotaban la vida buscándolo.


En noviembre de 2025, después de los estudios y de los trámites judiciales, los restos de Diego Fernández Lima fueron finalmente restituidos a su familia. El canal TN y otros medios contaron que el velatorio se haría en Villa Urquiza, en una sala de sepelios del barrio, para que amigos, excompañeros y vecinos pudieran despedirlo “como se merece” tras 41 años de ausencia. Días antes, el club Excursionistas había organizado un homenaje en su estadio de Bajo Belgrano: entregaron a su hermano Javier un estandarte histórico de las inferiores, y en la tribuna se leyó una frase que condensa todo el sentido de memoria: “Se siente, se siente, el Gaita está presente”.

Hoy, el caso Diego Fernández Lima ya no es una desaparición: es un asesinato descubierto 41 años tarde, un expediente que duele porque la pena por homicidio está prescripta, pero donde aún pueden investigarse responsabilidades por encubrimiento y supresión de pruebas. Es también un espejo incómodo para la democracia argentina: Diego desapareció ya sin dictadura, en una ciudad llena de gente, y fue archivado como un pibe que se fugó. Durante cuatro décadas, la verdad estuvo a pocos kilómetros, bajo una medianera cuidada y un arbolito que nadie dejaba tocar.


Para la familia, sin embargo, hay algo que ninguna prescripción puede borrar: el derecho a saber exactamente qué le hicieron a Diego, quién participó, quién calló y quién lo encubrió. En palabras de su hermano, necesitan justicia “por mi hermano, por mi papá que se murió buscándolo, por mi mamá, por todos nosotros”. Tal vez nunca haya condena penal, pero sí puede haber condena social, verdad histórica y una memoria que no vuelva a etiquetar como “fuga del hogar” lo que en realidad fue un crimen brutal escondido a plena ciudad. Porque cada vez que alguien pregunta qué pasó con Diego Fernández Lima, el adolescente que salió de casa con una mandarina y apareció enterrado en Coghlan, le está ganando un centímetro de terreno al silencio que intentó enterrarlo junto con él.

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