Era la madrugada del 11 de junio de 2019 en el barrio ovetense de La Florida. Las verbenas ya se apagaban, la orquesta había terminado y el alcohol empezaba a mezclarse con el cansancio. En una calle tranquila, David Carragal, maestro de 33 años, esperaba un taxi junto a dos amigas para volver a casa. No había pelea previa, ni bronca, ni cuentas pendientes. Solo una escena mínima: tres jóvenes se acercan, piden tabaco, él responde que no tiene porque ni siquiera fuma… y segundos después, una patada en la cabeza lo deja en el suelo, inconsciente, abriendo uno de los casos más brutales y absurdos de los últimos años en Asturias.
Para entender el impacto de la muerte de David Carragal, hay que mirar quién era antes de convertirse en titular. Nacido en Cudillero, el “profesor pixueto” era un tipo sano, deportista, licenciado en Magisterio por Educación Física, socorrista y amante de los viajes. Vivía en Oviedo desde hacía apenas un año, pero su vida estaba en plena expansión: acababa de pasar un examen de inglés, tenía un contrato para trabajar como profesor en un colegio de Pensilvania (EE. UU.) y planes para instalarse en Londres al curso siguiente. Sus amigos lo describen como “encantador”, siempre con una sonrisa, de esos que en las fotos de grupo acaban en el centro sin buscarlo.
La última noche de su vida la pasó como cualquier treintañero en fiestas de barrio: fue con dos amigas, ambas enfermeras, a ver a la orquesta Panorama en La Florida. Bailaron, tomaron algo, charlaron. Sobre las cinco de la madrugada, decidieron irse. Salieron del recinto, caminaron unos metros y se quedaron en un punto de la calle esperando un taxi. No buscaron lío ni se metieron en ninguna pelea. Simplemente estaban de vuelta a casa en una ciudad que creían segura.
Es entonces cuando aparecen los otros protagonistas de esta historia: tres jóvenes de entre 18 y 20 años, dos de ellos de Llanes y uno de Colloto, que también habían estado en las fiestas. Se acercan a David y a sus amigas, les piden fuego y cigarrillos. David responde la verdad: no tiene, no fuma. Según el relato de la acusación, la situación se tensa en segundos, uno de ellos le lanza una patada brutal, él cae al suelo y, lejos de frenarse ahí, recibe más golpes mientras está indefenso.
La autopsia reveló que David sufrió dos impactos fatales en la cabeza: uno atribuible a la patada y otro compatible con el golpe contra el suelo al desplomarse. El traumatismo en la zona parietal izquierda fue el que le causó la muerte. Tras la agresión, fue trasladado al Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA), donde permaneció en estado crítico durante varios días, prácticamente clínicamente muerto desde el ingreso, según fuentes cercanas a la familia. El 17 de junio, seis días después de aquella patada, su cuerpo dijo basta. Tenía 33 años recién cumplidos.
Mientras David luchaba entre la vida y la muerte, los agresores se marcharon del lugar. No llamaron a una ambulancia, no se quedaron a ayudar, no hicieron nada por aquel hombre al que acababan de tirar al suelo. Días después, ante la presión policial y social, los tres se presentaron con un abogado en comisaría y fueron detenidos. Su versión era radicalmente distinta: hablaban de un “altercado”, de una sola patada, incluso de no saber si habían llegado a tocarle. Pero la realidad incontestable era un hombre en coma, y luego un féretro camino de Cudillero.
La rabia social fue inmediata. Asturias entera se estremeció con la historia del “maestro asesinado por no dar un cigarrillo”. Las redes se llenaron de fotos de David y de los presuntos agresores; nació el grupo de Facebook “Justicia para David Carragal Garay”, que reunió miles de miembros en días y convocó una concentración en la plaza de la Escandalera, en Oviedo, para exigir respuestas. En medio de ese clima, unas polémicas declaraciones del alcalde de Oviedo, Alfredo Canteli, calificando lo ocurrido como un “accidente”, incendiaron aún más el ánimo; tuvo que rectificar públicamente y pedir disculpas, reconociendo que la muerte de David “no fue un accidente”.
Los homenajes se multiplicaron. En Cudillero, su pueblo, el funeral fue multitudinario; la localidad decidió bautizar una embarcación típica del puerto con el nombre “Siempre David” como recuerdo permanente al profesor pixueto. En la tele autonómica asturiana se le rindió tributo, sus compañeros docentes y alumnos grabaron vídeos con su voz y su imagen, y durante semanas se repitió la misma idea: “le tocó a él, pero podría haber sido cualquiera”.
El proceso judicial por el caso de David Carragal avanzó con el foco mediático encima. El principal acusado, identificado como J.C.C., futbolista de 18 años, llegó a admitir que había dado “una patada”, pero negó haber golpeado la cabeza y trató de presentar los hechos como un empujón en un contexto de borrachera. La Fiscalía, sin embargo, sostuvo que sabía perfectamente que una patada de ese tipo podía causar la muerte, y lo acusó de homicidio doloso. En paralelo, salieron a la luz mensajes enviados tras la agresión del tipo “jajaja, a sobar amigo”, que mostraban la absoluta falta de conciencia de lo que acababan de hacer.
En marzo de 2021, un jurado popular declaró por unanimidad culpable al joven de un delito de homicidio doloso por propinar la patada en la cabeza que desencadenó las lesiones mortales. El 5 de abril de 2021, la Audiencia Provincial de Oviedo lo condenó a 12 años de prisión, mientras que los otros dos acusados fueron condenados a una multa por omisión del deber de socorro. La Fiscalía pedía 11 años de cárcel; la acusación particular, hasta 15. La sentencia subrayaba que no hubo riña previa, ni provocación, ni defensa propia: fue un ataque gratuito.
La historia judicial no terminó ahí. La defensa recurrió la condena ante el Tribunal Superior de Justicia de Asturias (TSJA), intentando rebajar los hechos a homicidio imprudente. En octubre de 2021, el TSJA confirmó íntegramente la pena de 12 años de prisión, desestimando el recurso y consolidando la condena al agresor principal. A día de hoy, esa es la situación: el joven cumple condena por haber matado a David de una patada en la cabeza durante las fiestas de La Florida.
Más allá del expediente, la muerte de David Carragal se convirtió en símbolo de algo que asusta porque es simple: la violencia aleatoria, sin móvil, sin lógica. No fue un ajuste de cuentas, ni una trama de crimen organizado. Fue un “¿tienes un cigarro?”, un “no, no fumo”, y la decisión de tres chavales de convertir una mínima frustración en una agresión salvaje. Ese contraste –la vida llena de proyectos de un maestro frente a la estupidez brutal de una patada– es lo que hizo que medio país viera en este caso un espejo deformado de sí mismo.
El debate social también tocó la pregunta incómoda: ¿basta con 12 años por una vida? Legalmente, la pena encaja en el marco del homicidio doloso; emocionalmente, la familia y muchos ciudadanos sienten que nunca será suficiente. David no volverá, sus padres y amigos viven con una cadena perpetua a la que no pueden recurrir, mientras el condenado tiene una fecha de salida. Pero es también cierto que, en un sistema garantista, la justicia no puede legislar al ritmo de la indignación, sino de las pruebas y de las leyes.
Hoy, el caso de David Carragal sigue resonando cada vez que aparece una noticia de una agresión “por nada”, de una paliza en una verbena, de una patada a traición en una calle cualquiera. Su nombre se convirtió en advertencia: el recordatorio de que una noche de fiesta puede terminar en duelo porque alguien decide que un cuerpo ajeno es un saco donde descargar frustración. En Cudillero, el barco “Siempre David” sigue entrando y saliendo del puerto como una forma de decir que, aunque le arrebataron la vida en cuestión de segundos, no consiguieron borrar su memoria.
La verdadera pesadilla de esta historia no está solo en la patada, ni en la caída, ni en la autopsia. Está en la normalidad de la escena previa: un profesor que sale de fiesta con amigos y espera un taxi para volver a casa. Algo que cualquiera de nosotros ha hecho. Ese es el escalofrío que deja el caso de David Carragal, el profesor asesinado en Oviedo por no dar un cigarrillo: que nos obliga a reconocer que, a veces, entre la vida y la muerte solo hay un gesto violento, un segundo de ira, una patada lanzada por alguien que jamás debería haber tenido tanto poder sobre la historia de otro.
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