La noche en que Bilbao dejó de sentirse segura el caso de Virginia Acebes



La madrugada del 21 de noviembre de 1999, Virginia Acebes, 19 años, se despidió de sus amigas junto a la boca de metro de Unamuno, en el Casco Viejo de Bilbao. El siguiente tren tardaba todavía unos 40 minutos y su casa estaba a apenas diez minutos andando, en la calle Ollerías, en Atxuri, así que tomó la decisión que tantas veces había tomado cualquier joven: irse caminando. En ese trayecto corto y conocido, un coche rojo se cruzó en su camino. Dentro iban un hombre y un caniche llamado Punky. A partir de ahí, se rompe la historia de una chica que solo quería volver a casa. 

Antes de convertirse en el centro del llamado “caso Virginia Acebes”, ella era una joven bilbaína “normal”: estudiante de 2º de Ciencias Empresariales, hija, hermana, amiga, universitaria de barrio que vivía en Atxuri y salía los fines de semana por el Casco Viejo. Tenía 19 años y una vida completamente en marcha, con la cabeza puesta en los estudios, las amigas, los planes, ese equilibrio frágil entre juventud y responsabilidad que se construye a golpe de madrugones y noches largas. Nada en su biografía la situaba en ningún tipo de riesgo especial. El peligro, esa noche, vino de fuera.

Cuando no volvió a casa, el reloj empezó a correr en contra. Su familia se dio cuenta al amanecer de que Virginia no había dormido en su habitación y dieron la voz de alarma. A partir de ese momento, se activó un dispositivo de búsqueda en el que participaron medio centenar de ertzainas, Protección Civil, perros adiestrados, un helicóptero y motos, rastreando la zona de Artxanda y alrededores. La Ertzaintza pidió colaboración ciudadana, los medios comenzaron a hablar de “una joven desaparecida en Bilbao” y en las calles se pegaban carteles con su foto, aún con la esperanza de encontrarla con vida.


El domingo, un ertzaina fuera de servicio encontró prendas de ropa de Virginia en una zona cercana al alto de Santo Domingo, en el monte Artxanda. Ese hallazgo centró el rastreo en esa área. Durante horas, familiares y agentes caminaron por cunetas, senderos y taludes. Fue su propio tío, José Luis Acebes, quien, hacia las seis de la tarde del lunes 22 de noviembre, localizó el cuerpo de su sobrina en un pequeño talud, a unos 15 metros de la carretera Artxanda–Enekuri, oculto en un hueco natural del terreno junto a unos árboles. Lo que encontró allí no fue solo un cadáver: fue la confirmación de que aquella desaparición escondía una violencia extrema.

El cuerpo de Virginia estaba semidesnudo, con los pantalones bajados, y presentaba signos evidentes de agresión sexual y múltiples heridas de arma blanca. La autopsia determinaría después que había sido abusada y que su cuerpo mostraba 53 puñaladas en el tórax, parte izquierda del abdomen y cuello; ensañamiento puro. Los forenses calcularon que llevaba muerta unas 24 horas cuando fue hallada y que, desde que se despidió de sus amigas en torno a las tres de la madrugada del domingo hasta su asesinato, pudo pasar alrededor de 15 horas retenida por su agresor, posiblemente en un vehículo o en algún lugar cercano a Artxanda.

El impacto en Bilbao fue inmediato. La parroquia de la Encarnación se quedó pequeña en el funeral: unas 2.000 personas abarrotaron el templo y la plaza exterior para despedir a Virginia. Compañeros de la universidad, madres, colectivos de mujeres y vecinos exigieron más seguridad y presencia policial a pie en los barrios; el Ayuntamiento anunció apoyo legal a la familia. Durante semanas, su nombre fue sinónimo de miedo: miedo de tantas chicas que, como ella, volvían andando a casa de madrugada creyendo que era un trayecto corto y seguro.


La investigación del asesinato de Virginia Acebes se convirtió en prioridad para la Ertzaintza. Se analizaron sus llamadas, se intervino su teléfono móvil, se pidieron testigos sobre coches sospechosos en la zona. Pronto se supo que un coche rojo la había interceptado y que el agresor iba acompañado de un perro, un caniche. Ese detalle, que podía parecer menor, terminaría siendo el hilo que desharía el nudo un año más tarde. Mientras tanto, la policía trabajaba con dos hipótesis: que la joven hubiera aceptado subir a un coche de alguien a quien conocía… o que la hubieran obligado por la fuerza.

Durante meses, el caso Virginia Acebes pareció encallado. Se investigó a varios sospechosos, se tomó declaración a hombres que frecuentaban el Casco Viejo, se cruzaron datos con otros casos de agresiones sexuales. La resolución llegaría de la mano de la ciencia: los peritos encontraron en el cuerpo de Virginia pelo de perro que no coincidía con el entorno familiar. Ese rastro fue comparado con diferentes animales hasta llegar a un caniche llamado Punky y a su dueño, un joven llamado Luis Gabriel Muñoz.

El 14 de noviembre de 2000, casi un año después del asesinato, la Ertzaintza detuvo a Luis Gabriel Muñoz Izquierdo, de 25 años, como principal sospechoso. No era un nombre cualquiera: meses después del crimen de Virginia había intentado secuestrar y violar a otra joven, Iratxe C., en el Casco Viejo, metiéndola a la fuerza en una furgoneta. Ella logró escapar, denunciarlo y consiguió que se le juzgara por ese ataque, por el que fue condenado a tres años de prisión. En ese juicio, Muñoz reconoció que su intención era violarla. Ese patrón de conducta apuntaba con fuerza a Artxanda.


Ante la juez, el detenido admitió la autoría del crimen de Virginia Acebes y llegó a declarar que había elegido a su víctima “al azar” aquella madrugada. La instrucción del caso, sin embargo, fue larga y compleja: la magistrada tuvo que reclamar hasta en cuatro ocasiones un análisis pericial clave a la Universidad del País Vasco para poder cerrar el sumario, lo que retrasó el juicio. Mientras tanto, la opinión pública seguía con atención cada paso, consciente de que no se trataba solo de juzgar un asesinato, sino de poner nombre y rostro al miedo que se había instalado en las noches de Bilbao.

En octubre de 2002, la acusación pidió una sentencia ejemplar por la violación y asesinato de Virginia Acebes, y el forense ratificó que la joven había fallecido tras las primeras puñaladas, no después, apuntando a un ataque de extrema violencia desde el inicio. Un mes más tarde, la Audiencia Provincial de Bizkaia condenó a Luis Gabriel Muñoz a 30 años de prisión por el delito continuado de detención ilegal, agresión sexual y asesinato, sumados a los 3 años ya impuestos por el intento de violación de Iratxe. La sentencia estableció que no podría acceder a permisos penitenciarios al menos hasta cumplir 15 años de cárcel efectivos.

A pesar de la condena, para muchas mujeres el mensaje seguía siendo claro: Virginia hizo lo que cualquiera hubiera hecho. No iba borracha perdida, no se fue con un desconocido de fiesta, no decidió desaparecer. Volvía andando a casa porque el metro tardaba, en una ciudad que sentía como suya. Veinticinco años después, su hermano Edu lo resumía así en una entrevista en 2024: “sigue el miedo a salir sola por la noche”. Pedía más presencia policial en las calles y, sobre todo, educación en igualdad para que los hombres dejen de ver a las mujeres como presas disponibles.

El asesinato de Virginia Acebes marcó a toda una generación y hoy se recuerda junto a otros nombres como Laura Orue o Aintzane Garay, en documentales y programas como Así se escribe un crimen y en análisis feministas que hablan del “terror sexual” como forma de control social. Columnistas y activistas han señalado que en Bilbao no hay una placa que recuerde a Virginia, a pesar de que su caso conmocionó a Euskadi a finales de los noventa, y reclaman memoria para ella y para tantas mujeres asesinadas por violencia machista.


Hoy, cuando se habla del caso Virginia Acebes, ya no es solo un expediente cerrado con una condena firme. Es una advertencia que sigue vigente: la confirmación de que el “no vuelvas sola de noche” nunca fue un capricho, sino un reflejo del miedo instalado tras historias como la suya. Una chica de 19 años, un trayecto de diez minutos, un coche rojo, un caniche llamado Punky y un hombre que decidió secuestrar, abusar y asesinar con ensañamiento absoluto. La verdadera pesadilla no es solo lo que él hizo aquella noche, sino lo que todavía significa: que, a pesar de los años y las sentencias, sigue habiendo mujeres que miran el reloj antes de salir por si el camino de vuelta se convierte, otra vez, en escenario del horror.

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