El caso de Mònica Borràs: la mujer de Terrassa que “desapareció” y llevaba 10 meses enterrada en su propio jardín


La mañana del 7 de agosto de 2018, en Terrassa (Barcelona), Mònica Borràs salió de casa supuestamente tras una discusión con su expareja. Eso fue lo que él contó: que ella había hecho la maleta, cogido dinero y desaparecido por voluntad propia. Durante diez meses, Mònica fue oficialmente una mujer “desaparecida”. El 19 de junio de 2019, los Mossos d’Esquadra levantaron el suelo del patio de esa misma casa, en la calle Volta, y encontraron su cadáver enterrado bajo baldosas y cemento, con el cuerpo destrozado a golpes. Sólo entonces cayó la máscara: la desaparición nunca existió. Era un asesinato cuidadosamente ocultado. 

Antes de ser un caso, Mònica Borràs era una mujer alrededor de los 50 años, vecina de Terrassa, con trabajo, familia y una vida aparentemente normal. Compartía vivienda con su expareja, Jaume Badiella, con quien ya no mantenía relación sentimental, pero que seguía viviendo en la casa. En esa convivencia envenenada se mezclaban rutina, dependencia y tensión. Pocos días antes de desaparecer, ella había tomado una decisión clave: echarlo de casa tras una discusión, poner fin a una dinámica que la asfixiaba. Esa decisión, según acreditaría después la investigación, fue el detonante del crimen. 

La versión oficial de Jaume, al principio, sonaba a guion aprendido. Al día siguiente de la desaparición, acudió solo a la comisaría de Terrassa para decir que Mònica había salido de casa tras una pelea y no había vuelto; al día siguiente regresó junto a la madre de ella para formalizar la denuncia. Contó que se había marchado con unos 18.000 euros, ropa y el teléfono móvil, que quizá se había ido a Tossa de Mar o a “empezar una nueva vida” con otra persona. Durante meses repitió esa versión a vecinos, amigos y policías: Mònica se había ido. Punto.


Pero la realidad que reconstruyeron los investigadores es muy distinta. Según el relato fijado por el jurado, entre las 9:59 y las 10:46 de la mañana del 7 de agosto de 2018, Jaume atacó a Mònica dentro de la vivienda. Empuñó un hacha y la golpeó con brutalidad: al menos once veces en la cabeza y tres en la zona cervical, hasta causarle la muerte. No hubo pelea equilibrada, ni defensa posible: fue un ataque desproporcionado, directo, contra una mujer que ya había decidido expulsarlo de su vida.

Después vino la parte más fría. Jaume abrió un agujero en el suelo del cobertizo / patio trasero de la casa, en la calle Volta, cavando en la tierra hasta lograr un hueco suficiente para ocultar el cuerpo. Colocó allí a Mònica, la enterró y tapó el boquete con cemento y baldosas, dejando el patio aparentemente intacto. Desde ese momento, vivió durante meses literalmente encima del cadáver de su expareja, paseando por el jardín, regando las plantas, mientras repetía que ella “se había ido”.

El teatro continuó. Cada vez que la policía pedía datos, Jaume ofrecía nuevas piezas para sostener la ficción de la fuga voluntaria: que si Mònica estaba deprimida, que si podía estar en la Costa Brava, que si seguramente se comunicaría “cuando quisiera”. Pero había algo que no cuadraba: el teléfono de Mònica dejó de emitir señal el mismo día de la desaparición y jamás volvió a encenderse; tampoco había movimiento alguno en redes sociales. Lo único que se movía, curiosamente, eran sus cuentas bancarias.


Ahí empezó a descoserse el relato. Los Mossos detectaron que, en los meses posteriores al 7 de agosto, se habían hecho retiradas de efectivo de hasta 600 euros y transferencias de dinero desde las cuentas de Mònica hacia la de Jaume. Incluso consiguió un duplicado de su tarjeta y lo llevaba encima cuando fue detenido. Todo eso lo hacía, según explicó la policía, haciéndose pasar por ella, mientras seguía diciendo que no sabía nada de su paradero. Para los investigadores, ese patrón era incompatible con una marcha voluntaria.

Durante diez meses, la familia vivió en el infierno de las desapariciones: pegando carteles, respondiendo a rumores, escuchando teorías sobre una posible huida. El caso estaba en manos de la unidad de personas desaparecidas de Mossos, que lo consideró pronto de alto riesgo: una mujer adulta, sin antecedentes de fugas, que corta toda comunicación y deja de usar teléfono y tarjetas de golpe. Mientras algunos seguían repitiendo “se habrá ido”, los investigadores trabajaban con otra hipótesis cada vez más sólida: Mònica no se había ido por ningún sitio. Nunca salió de aquella casa.

El 19 de junio de 2019, los Mossos registraron de nuevo la vivienda de la calle Volta. Esta vez no se limitaron a buscar a simple vista: utilizaron georradar en el patio, sospechando que el cuerpo podía estar oculto bajo el suelo. El aparato detectó una anomalía en el cobertizo; al levantar las baldosas, apareció tierra removida. Minutos después, los agentes desenterraban un cadáver envuelto que Jaume, acorralado, reconoció como el de Mònica Borràs y confesó haberla matado y enterrado allí.


Ese mismo día fue detenido. Horas más tarde, el juez decretó prisión provisional, comunicada y sin fianza, y la causa pasó a estar abierta por asesinato y ocultación de cadáver. Pocos días después, la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género confirmó lo que ya era evidente: el crimen de Mònica Borràs era un asesinato machista, el número 1.001 desde que España empezó a registrar oficialmente estos crímenes en 2003. Mònica dejaba de ser una “desaparecida” para convertirse, por fin, en lo que realmente era: una víctima de violencia de género.

La investigación posterior desmontó, punto por punto, las mentiras de Jaume. Una pieza de El País hablaba de “desmontar las mentiras del asesino confeso”: la supuesta mochila con dinero que nunca apareció, los viajes inventados, los mensajes que él decía haber recibido y que jamás existieron. Los Mossos demostraron que sabía desde el primer minuto que Mònica no iba a volver, porque la había matado él mismo. Durante diez meses convivió con la familia, se presentó como hombre preocupado y colaborador, y al mismo tiempo seguía utilizando su dinero y viviendo en la casa que había convertido en tumba.

En febrero de 2022, arrancó en la Audiencia de Barcelona el juicio con jurado popular contra Jaume Badiella. La Fiscalía pidió 24 años de prisión por asesinato con alevosía y ocultación de cadáver; la acusación particular, en nombre de la familia, reclamó incluso más. El jurado consideró probado que se trató de un asesinato, no de un homicidio impulsivo: hubo ensañamiento, múltiples golpes con un hacha, ventaja absoluta del agresor y posterior ocultación del cuerpo para evitar ser descubierto.


El 11 de marzo de 2022, la Audiencia de Barcelona dictó sentencia: 18 años y medio de prisión para Jaume Badiella, asesino confeso de su expareja, por asesinato y ocultación de cadáver, además de la obligación de indemnizar con 250.000 euros a los familiares de Mònica y la prohibición de acercarse a ellos durante años tras su salida de la cárcel. La condena quedó lejos de los 24 años solicitados por la Fiscalía, pero certificó algo fundamental: que la “desaparición” de Mònica fue, desde el primer minuto, un feminicidio planificado y encubierto.

El caso de Mònica Borràs se convirtió en símbolo por varios motivos. No sólo por la violencia brutal del crimen, ni por el dato escalofriante de ser la víctima 1.001 de violencia machista en España, sino por la forma en que su asesino usó la narrativa de la “marcha voluntaria” para encubrir el asesinato. Durante meses, la explicación que circuló fue esa: se fue porque quiso. Historias como la de Mònica recuerdan que esa frase, tantas veces utilizada para minimizar desapariciones, puede esconder el peor de los escenarios.

Hoy, el nombre de Mònica Borràs resuena cada vez que se habla de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas en Terrassa y en toda España. Su caso aparece en reportajes, programas de investigación y listados oficiales de víctimas de violencia de género. Pero, por encima de todo, sigue vivo en la memoria de su familia, de un barrio que tardó en creer que aquella mujer no se había ido por voluntad propia, y de una sociedad que, con cada feminicidio, vuelve a hacerse la misma pregunta: ¿qué más tenía que haber pasado para que alguien viera el peligro antes?


Porque la verdadera pesadilla del caso de Mònica Borràs no es sólo el hacha, ni el patio convertido en tumba, ni los diez meses de silencio. Es saber que, durante casi un año, el lugar donde todos buscaban respuestas estaba justo bajo sus pies. Que la casa donde se la daba por “desaparecida” ocultaba, bajo una capa de baldosas, toda la verdad. Y que sólo cuando se rompió el suelo apareció lo que siempre había estado ahí: el cuerpo de Mònica… y la historia de un asesinato machista que nunca debió disfrazarse de fuga.

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