Tenía 23 años, un futuro brillante por delante y una palabra en su estado de WhatsApp que lo decía todo: “Endelea”, en suajili, “seguir, avanzar”. El 27 de octubre de 2022, en un pequeño piso cerca de la Grand Place de Bruselas, ese avance se rompió a cuchilladas. La enfermera vallisoletana Teresa Rodríguez Llamazares, adoptada de bebé en Mozambique y convertida en símbolo de esperanza, fue asesinada por su expareja, el guardia civil en prácticas César Arribas Calvo, que viajó desde España con una idea clara en la cabeza: si ella seguía adelante sin él, la historia se acababa para los dos.
Antes de convertirse en un caso emblemático de violencia machista, Teresa era simplemente Teresa. Había aparecido siendo un bebé en el barrio de Hulene, a las afueras de Maputo (Mozambique), cerca de un vertedero donde la gente rebuscaba entre la basura. Unas chicas la encontraron y la llevaron al orfanato “La casa de la alegría”, de las Hermanas de la Caridad. Allí la llamó una monja: “Tengo una Teresa”. A miles de kilómetros, dos españoles, Blanca y Juan, luchaban por adoptarla. Cuando la recibieron en brazos, pesaba seis kilos, tenía los oídos supurando… y sonreía. Le dieron una fecha de nacimiento: 23 de septiembre de 1999.
Creció en Valladolid, en una familia muy unida y marcada también por la enfermedad del padre, a quien Teresa acompañó durante un trasplante de médula que la empujó definitivamente hacia la sanidad. Estudió en el Liceo Francés de la ciudad, dominó pronto el francés y el inglés, cantó en coros, tocó el piano y la guitarra, fue scout durante años, daba clases particulares… y viajaba todo lo que podía: Francia, Estados Unidos, Canadá, India. Sus padres cuentan que “siempre tenía la maleta en la puerta”.
En 2017 se matriculó en Enfermería en la Universidad de Valladolid (UVA). Durante la pandemia hizo prácticas en el Hospital Río Hortega, viendo morir a pacientes Covid pero también sintiéndose útil, “codo con codo” con los sanitarios. Tras graduarse en 2021 trabajó unos meses en el Centro de Hemoterapia y Hemodonación de Castilla y León y en el propio Río Hortega. Su sueño, sin embargo, estaba un poco más lejos: especializarse en Oncología. Como en la UVA no se ofertaba esa vía, miró hospitales europeos y encontró una oportunidad en el Instituto Jules Bordet de Bruselas. En abril de 2022 se fue para allí, con un vídeo de despedida de amigos y familia y la sensación de que la vida, por fin, arrancaba en serio.
En su último año de carrera había empezado a salir con un chico: César Arribas, universitario que se preparaba para entrar en la Guardia Civil. Era su primer amor, encajó bien en la familia, comía en casa, salía con sus amigos. Pero con el tiempo Teresa sintió que no era la persona con la que quería construir su vida. Cuando ya estaba instalada en Bruselas, integrada en el hospital, con nuevas amistades y proyectos, tomó la decisión: romper la relación, aunque él insistía en mantenerse cerca. Ella, generosa hasta el final, creyó que podían ser amigos. “Somos amigos, mamá”, le dijo a Blanca cuando él le pidió ir a visitarla a Bélgica, “aprovechando que puedo enseñarle la ciudad”.
César viajó a Bruselas en otoño de 2022. Durante unos días se quedó en el piso de Teresa, pero la convivencia se volvió tensa: la insultó, mostró celos, y ella terminó pidiéndole que se fuera. Él se trasladó a un alojamiento aparte. Según la investigación belga, fue entonces cuando empezó a preparar el crimen: en su móvil quedaron rastros de búsquedas como “cómo matar a una persona” y cartas de despedida a su familia, en las que sugería que pensaba quitarse también la vida.
La mañana del 27 de octubre de 2022, César tocó al timbre del edificio de Teresa en la Rue du Marché au Charbon, en pleno centro de Bruselas. Sabía que la compañera de piso de Teresa estaba fuera, en un funeral en Polonia, es decir, que ella iba a estar sola, como él mismo ha reconocido ante el tribunal. Subió con la excusa de recoger unos carnés olvidados, entró en la cocina, cogió dos cuchillos de cocina, se los escondió entre la ropa y apagó la luz del dormitorio de su expareja. Lo que ocurrió después lo ha descrito él mismo: la atacó en la oscuridad, repitiendo cuchilladas “por todas partes” hasta acabar con su vida. El forense contaría más tarde 153 heridas de arma blanca.
Tras el ataque, intentó arrastrar el cuerpo para arrojarse con ella por la ventana y “morir juntos”, pero finalmente solo saltó él. Cayó varios pisos, sufrió un traumatismo y un esguince de tobillo, y fue trasladado a un hospital. Fue la policía belga, al seguir el rastro de sangre en la fachada, en su ropa y en el portal, quien subió al apartamento, entró y encontró el cuerpo de Teresa. Interpol llamó a la puerta de Blanca y Juan en Valladolid con el mensaje más frío del mundo: su hija “había muerto” en Bruselas. Nada más. El resto lo tuvieron que ir entendiendo a golpes, entre traducciones judiciales y partes policiales.
Durante meses, el caso avanzó en la justicia belga: primero como homicidio, luego como asesinato cuando salieron a la luz las búsquedas en Google, la carta de despedida y la manera en que eligió el momento en que ella estaría sola. La familia, rota pero muy combativa, convirtió el duelo en denuncia. Su tía Rosa Gil, abogada y presidenta de la Asociación de Mujeres Juristas Themis, empezó a explicar en medios qué había pasado, por qué aquello era violencia machista en estado puro y cómo los sistemas de selección de cuerpos armados como la Guardia Civil seguían sin detectar perfiles peligrosos.
En paralelo, la vida de Teresa fue rescatada del expediente penal y convertida en memoria colectiva. La Universidad de Valladolid, a través de su Cátedra de Género, impulsó la exposición “La vida de Teresa”, un recorrido por sus fotos, viajes, música, estudios y activismo, que ha pasado por varias ciudades españolas y en 2025 llegó al propio Parlamento Europeo. Allí, la presidenta de la Eurocámara, Roberta Metsola, y la dirigente socialista Iratxe García recordaron que lo de Teresa “no es un hecho aislado” sino parte de una realidad brutal de violencia machista en Europa. Su historia se ha convertido así en bandera y llamada de atención: una enfermera joven, negra, adoptada, políglota, asesinada por quien decía quererla.
El juicio llegó por fin en octubre de 2025, casi tres años después del crimen, en el Tribunal Penal de Bruselas. Ante un jurado popular, César Arribas confesó los hechos, lloró, intentó presentarse como alguien “ciego por amor” que había “perdido el control”. Pero las pruebas hablaban de otra cosa: viajes planificados, control de los movimientos de Teresa, elección del momento en que estaría sola, cuchillos cogidos de la cocina, luz apagada, búsquedas previas sobre cómo matar. El jurado lo declaró culpable de asesinato voluntario y premeditado y de posesión de armas blancas.
El 17 de octubre de 2025, la misma sala le impuso 30 años de prisión, la máxima pena efectiva en el sistema belga, por el asesinato de Teresa. Podrá pedir libertad condicional tras cumplir la mitad, 15 años, pero esa decisión dependerá de su evolución penitenciaria y del criterio de las autoridades belgas. La sentencia tiene en cuenta “la extrema gravedad de los hechos”, aunque también recoge atenuantes como la ausencia de antecedentes y una indemnización de 32.000 euros ya abonada a la familia. Para Blanca y Juan, esa cifra no es nada frente a lo que perdieron: “Nos salvamos la vida unos a otros en Mozambique… y nos la arrebataron en Bruselas”, repite ella.
Mientras tanto, la figura de Teresa sigue creciendo más allá de los juzgados. La exposición “La vida de Teresa” recorre universidades y centros culturales; sus amigas la recuerdan cantando “Je vole” a la guitarra la noche antes de irse a Bruselas; las mujeres de su familia llevan un colgante con la palabra Endelea, como promesa de seguir adelante. Su caso se cita ya en charlas, marchas y informes sobre violencia de género como ejemplo de cómo el control, los celos y la incapacidad de aceptar un “no” pueden terminar en asesinato, incluso en hombres que han superado oposiciones, pruebas físicas y entrevistas para entrar en cuerpos armados.
El caso de Teresa Rodríguez Llamazares, la enfermera vallisoletana asesinada en Bruselas por su expareja guardia civil, es una pesadilla que atraviesa fronteras: nace en un vertedero de Mozambique, pasa por las aulas de Valladolid, los pasillos de un hospital oncológico europeo y termina en una sala de vistas belga, con intérpretes y jurado popular. Pero también es una advertencia: ningún uniforme, ningún “buen chico” de puertas afuera, ningún “primer amor” está por encima de la libertad de una mujer para decir “hasta aquí”. Que Teresa ya no pueda seguir avanzando no significa que su historia se detenga. Está en manos de quienes la cuentan, la enseñan y la llevan colgada al cuello como un acto de memoria y de resistencia.
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