El niño pintor de Málaga: el prodigio que salió de casa con un plano, un Cristo y un sueño… y se desvaneció en 250 metros



La tarde del 6 de abril de 1987, en el barrio malagueño de 25 Años de Paz, un niño de 13 años sale de casa con una carpeta bajo el brazo y la sensación de que la vida se le está abriendo de golpe. Se llama David Guerrero Guevara, pero para la ciudad ya es “el niño pintor de Málaga”. Va camino del centro para ser entrevistado por un periodista delante de uno de sus cuadros, un Cristo de la Buena Muerte que ha dejado boquiabierta a media Málaga adulta. Nunca llega. En algún punto entre el portal de su casa y la parada del autobús, David desaparece sin dejar ninguna pista, en una de las desapariciones que Interpol sigue catalogando, casi cuatro décadas después, como una de las más desconcertantes de Europa. 

Para entender el impacto del caso del niño pintor de Málaga hay que saber quién era David. Nacido en 1973, hijo de Antonia Guevara y Jorge Guerrero, crece en una familia trabajadora del barrio de Huelín, sin lujos, sin conflictos conocidos, con una rutina de colegio, dibujos animados y olor a guiso en casa. Pero sus manos no son las de un niño cualquiera: dibuja sin parar, copia escenas de la tele, inventa personajes y, sobre todo, pinta con una madurez que descoloca a los adultos. En la Peña de Pintura “El Cenachero” se habla de él como un prodigio del figurativo. Su gran salto llega cuando expone una copia del Cristo de la Buena Muerte en la galería La Maison, dentro de una muestra de Semana Santa: las críticas empiezan a compararlo con Picasso, los periódicos le reservan espacio y la etiqueta de “niño pintor” se queda pegada para siempre. 

El 6 de abril es un lunes lectivo. David va al instituto como siempre; algún compañero recuerda que se queja de dolor de cabeza o de estómago y casi no come, pero nada que haga pensar en lo que viene después. Por la tarde, vuelve a casa con su hermano, se toma un yogur, se pone ropa “de ir arreglado” y repasa el plan con su madre: primero irá a La Maison, donde lo espera el periodista Paco Fadón (Radio Popular / Diario Sur), y luego cruzará al otro extremo del centro para asistir a clase de pintura en El Cenachero. Como su padre, Jorge, no puede acompañarlo por trabajo, le dibuja un croquis a mano con el recorrido del autobús y las calles que tiene que seguir. Es un trayecto sencillo para un adulto; para un chaval de 13 años, es toda una expedición en solitario. 


A eso de las 18:40, David se despide de Antonia en la puerta del piso, en la calle Sargento García. Sólo debe caminar unos 250 metros hasta la parada del autobús junto al mercado de Huelin, desde donde el autobús le llevará al Muelle Heredia y, de ahí, al centro. Esa distancia mínima es el agujero negro del caso: nadie lo ve subir al autobús, ningún conductor recuerda a un niño con su descripción, ningún testigo fiable lo sitúa ya en el trayecto. Horas después, cuando su padre va primero a la academia y luego a la galería a recogerlo, le confirman lo que nadie quiere oír: David no ha llegado a ninguno de los dos sitios. Esa misma noche, la familia se echa a la calle a buscarlo y de madrugada presentan la denuncia en comisaría. 

Los primeros días son un huracán. La Policía Nacional interroga a más de 200 personas entre vecinos, conductores, compañeros de clase, profesores y clientes del entorno de la galería. Pegan carteles, registran solares, bajan a sótanos, miran en portales, revisan el río. No hay una sola pista sólida. No hay cámaras de seguridad, no hay teléfonos móviles, no hay geolocalizaciones que reconstruyan su ruta. La hipótesis de un secuestro para pedir rescate se descarta rápido: nadie llama, nadie manda cartas, y la familia vive de un sueldo modesto que no convierte a David en objetivo de un secuestro millonario. Una semana después, Interpol y la Policía catalogan el caso como “desaparición extrema”: ausencia total de indicios. Es como si, literalmente, se lo hubiera tragado la tierra entre su casa y la parada del autobús. 

Con el paso de los meses, la investigación se va llenando de pistas fantasma. Alguien cree verlo en Lisboa con otros chicos de su edad; otro testigo cree haberlo visto en otra ciudad; ningún reconocimiento se confirma. La Interpol mantiene activa una notificación amarilla, el aviso para personas desaparecidas, y el nombre de David entra en bases de datos internacionales. Mientras tanto, la familia sigue empujando: manifestaciones en Málaga, apariciones en TV, cartas abiertas reclamando más medios. Cada aniversario, su foto vuelve a los periódicos con la misma frase en bucle: “treinta y pico años sin noticias del niño pintor”. 


En 1990, tres años después de la desaparición, la historia da un giro casi de novela negra. En Hamburgo (Alemania), la policía investiga el suicidio de un hombre suizo, Rudolf Eschmann, aficionado al arte. En su apartamento encuentran una servilleta de bar con un nombre y una dirección escritos a mano: “David Guerrero, Málaga”, junto al domicilio de la familia en 25 Años de Paz. Al cruzar datos, descubren que Eschmann estuvo alojado en un hotel de Málaga en las fechas cercanas a la desaparición, en una zona no muy lejos de La Maison, y que frecuentaba ambientes artísticos. La policía malagueña vuela la vista atrás: ¿pudo David cruzarse con él camino de la entrevista? ¿Pudo haberlo abordado en la calle? Pero cuando la pista llega a España, Eschmann ya está muerto, y nada de lo que se analiza en su piso permite vincularlo inequívocamente con el niño pintor. La servilleta se queda como una pista tan inquietante como estéril. 

A esa línea se suma otra pieza: mucho antes de lo de Hamburgo, David había regalado a su compañera de la peña de pintura, Gema, una caricatura a lápiz de un hombre mayor, nariz aguileña, diciéndole: “es un suizo que he conocido”. Ella entregó el dibujo a la policía en 1987, y durante años se creyó que representaba a ese misterioso visitante extranjero. Con el tiempo, esa figura se convierte en “el suizo”, un sospechoso difuso sobre el que se construyen teorías de secuestro, tráfico de menores y otros horrores nunca probados. En 1996, tras casi una década sin avances y con la prescripción de posibles delitos encima, el juzgado archiva provisionalmente la causa. El caso del niño pintor de Málaga pasa oficialmente a la categoría de cold case, aunque la Interpol jamás deje de buscarlo. 

Y entonces, cuando parecía que la historia estaba condenada a los documentales de sobremesa, aparece un detalle que parece sacado de una película de terror: en octubre de 2019, más de 30 años después, Gema abre su buzón y encuentra, entre propaganda y cartas, el dibujo original que David le regaló en 1987. El mismo que ella había entregado a la policía y que, en teoría, debía seguir en un archivo oficial. Nadie sabe quién lo ha dejado allí, ni cómo ha salido de los fondos policiales, ni qué intención tiene quien lo ha devuelto. La joven –ya adulta– acude a comisaría con el hermano de David, Jorge, para entregar de nuevo la caricatura. Esa mano anónima reabre no sólo el buzón de Gema, sino también el caso entero. 


La Policía Nacional reabre formalmente la investigación en 2020, reconstruyendo la vieja instrucción “paso a paso” y revisando todas las líneas, desde el suizo hasta el entorno de la Peña El Cenachero. Una nota anónima apunta a un hombre llamado Gervasio, vinculado a la peña, como alguien que podría saber más de lo que contó en su día. Se le identifica, se entrevista, se amplía el círculo. En 2023, un estudio fisonómico concluye que la caricatura no se corresponde con Eschmann, el suizo de Hamburgo, desmontando la que durante años se consideró la pista principal. La policía, según 20minutos y otros medios, compara entonces la caricatura con más de 700 identidades masculinas buscando parecidos; el resultado vuelve a ser desolador: ninguna coincidencia concluyente. 

Mientras las carpetas viajan de mesa en mesa, la vida de la familia Guerrero se queda clavada en aquel 6 de abril. Antonia, la madre, sigue viviendo en el mismo piso de 25 Años de Paz, con la foto de David presidiendo el salón. En 2016, casi 30 años después, se planta en el juzgado para solicitar la declaración de fallecimiento de su hijo, un trámite necesario para ordenar ciertos aspectos legales. A la salida pronuncia una frase que hiela: “Lo sentimos vivo mientras no se demuestre lo contrario”. En 2023 admite en una entrevista que “cada vez es más difícil mantener la fe” y que ya no le queda “Dios al que encomendarse”, pero aun así recuerda al detalle esa tarde de 1987, como si el tiempo no hubiera seguido. Sus otros hijos, Jorge y Raúl, han llegado a asumir que probablemente David esté muerto, aunque sigan pidiendo respuestas y responsabilidad por los posibles errores de investigación que se cometieron al principio. 

Al mismo tiempo, Málaga se resiste a que el niño pintor quede reducido sólo a un expediente. En 2018, se inaugura en el Ámbito Cultural de El Corte Inglés la exposición “David Guerrero Guevara, dibujos de una época”, con decenas de sus viñetas, caricaturas y pinturas rescatadas por sus hermanos. La muestra se llena de rostros de los 80: Michael Jackson, ET, Chanquete, personajes de televisión y escenas inventadas con un humor casi delirante. Allí está también el Cristo de la Buena Muerte que lo hizo famoso, colgado como una herida abierta. Documentales como La exposición y piezas en programas de investigación vuelven una y otra vez a la misma pregunta: ¿cómo pudo desaparecer un niño así, en una ciudad llena de gente, sin que nadie haya podido reconstruir sus últimos pasos? 


En 2025, cuando se cumplen 38 años de la desaparición de David Guerrero, medios como Infobae, AS o ABC recuerdan que su caso sigue considerado por Interpol y Europol como uno de los más inquietantes de Europa: no hay escena de crimen, no hay cuerpo, no hay sospechoso vivo con pruebas sólidas detrás, sólo un conjunto de pistas que se deshacen en las manos. La caricatura reaparición en el buzón, la servilleta hallada en Hamburgo, el anónimo sobre Gervasio… todas las líneas han sido seguidas hasta el final, pero ninguna ha permitido responder a las preguntas esenciales: ¿quién se cruzó con David aquella tarde? ¿Cómo lo convenció para que cambiara de trayecto? ¿Qué le hizo después?

Hoy, el caso del niño pintor de Málaga es, a la vez, un símbolo del horror y de la fragilidad. Habla de un sistema que en 1987 no tenía las herramientas tecnológicas de hoy, de un posible cúmulo de errores iniciales (minutos perdidos, escenas no preservadas, pistas mal encajadas) y de cómo, en ese margen, un depredador –si lo hubo– puede borrar su rastro casi por completo. Pero también habla de una ciudad que, cada cierto tiempo, vuelve a colgar su cara en las paredes y a repetir su nombre, para que no quede sepultado bajo nuevas noticias, nuevos casos, nuevas estadísticas. 



Si creciste en Málaga, si en los 80 vivías en Huelín, 25 Años de Paz, el entorno del mercado de Huelin, la galería La Maison o la Peña El Cenachero, y recuerdas algo de aquella primavera –un niño con carpeta, un coche que no encajaba, un extranjero preguntando por una dirección, un comentario que entonces no supiste leer–, la historia de David te sigue interpelando. Cualquier información se puede canalizar a través de los canales oficiales de la Policía Nacional o las asociaciones de desaparecidos: porque hasta que nadie explique qué pasó en esos 250 metros entre la puerta de su casa y la parada del autobús, el niño pintor de Málaga seguirá siendo justo eso: un talento arrancado de golpe de su lienzo, una familia anclada a una tarde de abril… y una pesadilla que, casi cuarenta años después, sigue sin final escrito.

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