Laura Luelmo: la joven profesora que fue a El Campillo a cumplir un sueño y encontró a un criminal reincidente al otro lado de la puerta


El 12 de diciembre de 2018, en El Campillo (Huelva), una profesora de Dibujo de 26 años salió de su casa para hacer algo tan rutinario como ir al supermercado. Se llamaba Laura Luelmo Hernández, era zamorana, acababa de conseguir su primer destino como docente en el instituto Vázquez Díaz de Nerva y apenas llevaba una semana instalada en el pueblo. Ese miércoles por la tarde habló con su pareja por teléfono, hizo compra y emprendió el camino de vuelta. En algún punto entre el súper y la puerta de su casa, un vecino la interceptó. Desde entonces, la historia de Laura Luelmo quedó atrapada en una palabra: crimen.

Antes de ser un caso judicial, Laura era una joven artista y profesora con una trayectoria prometedora. Nacida en Zamora, había estudiado Bellas Artes, era ilustradora, le gustaba la fotografía y había hecho prácticas en la Biblioteca Nacional de España. Sus amistades la describen como risueña, comprometida, feminista, de las que se van donde haga falta si eso significa dar clase de lo que ama. Cuando la llamaron de Andalucía para una sustitución en el IES Vázquez Díaz de Nerva, no se lo pensó: hizo la maleta y se mudó a El Campillo para seguir en la bolsa de empleo y acercarse a la plaza con la que soñaba.

Llegó al pueblo onubense el 4 de diciembre de 2018. Alquiló una pequeña casa en la calle Córdoba, en una zona tranquila, a través de una profesora del instituto que se la recomendó. Lo que nadie sabía entonces —y que después resultaría clave— es que justo enfrente vivía Bernardo Montoya, un vecino de 50 años recién salido de prisión, con un historial criminal que incluía el asesinato a cuchilladas de una anciana en 1995. Laura organizó su nuevo cuarto, empezó a conocer a sus alumnos y a mandar mensajes a su familia contando la mezcla de nervios y emoción por ese primer destino como profesora de Plástica. Tenía toda una vida por delante.


El miércoles 12 de diciembre fue el día en que todo se rompió. A primera hora dio clase con normalidad. Por la tarde, alrededor de las 16:00, habló por teléfono con su pareja; después salió de casa hacia un supermercado de la zona para hacer la compra. A la vuelta, según la reconstrucción de la Guardia Civil y la cronología recogida por varios medios, fue abordada cuando regresaba a su vivienda. A la mañana siguiente, 13 de diciembre, no se presentó a trabajar en el instituto; una compañera, inquieta, avisó a la Guardia Civil, mientras su padre ponía denuncia por desaparición en Zamora.

Durante varios días, El Campillo y los alrededores se llenaron de patrullas, voluntarios y medios de comunicación. Se organizaron batidas en seis sectores en torno al pueblo, con la participación de Guardia Civil, personal forestal, Protección Civil y vecinos llegados incluso desde Zamora. Se rastrearon caminos, cunetas y montes mientras los informativos abrían con esa misma pregunta: “¿Dónde está Laura Luelmo?”. En la casa alquilada se echaban en falta ropa de deporte, zapatillas, llaves, el móvil y un pequeño monedero, lo que llevó a pensar que había salido a correr o a hacer un recado breve y nunca regresó.

El 17 de diciembre, cinco días después de la desaparición, un voluntario encontró un cuerpo entre jaras en el paraje de Las Mimbreras, a unos cuatro kilómetros del municipio. Era Laura. Estaba semidesnuda, con signos evidentes de violencia y golpes brutales en la cabeza. La autopsia preliminar habló de agresión sexual y de una muerte causada por un fuerte traumatismo craneoencefálico, y los forenses contabilizaron más de 40 lesiones de distinta naturaleza repartidas por su cuerpo, especialmente en la zona craneal. España entera recibió la noticia con una mezcla de rabia y desgarro: la profesora desaparecida no había tenido ninguna oportunidad.


Al día siguiente, el 18 de diciembre, la Guardia Civil detuvo al principal sospechoso: Bernardo Montoya, vecino de la joven, que vivía justo enfrente del domicilio de Laura en El Campillo. Llevaba apenas dos meses en libertad tras cumplir otra condena de dos años y diez meses por robos con violencia; antes había cumplido una pena de 17 años por asesinar a cuchilladas a una anciana que iba a declarar en su contra. Su historial incluía además intentos de agresión sexual, peleas y consumo intenso de drogas. Era, en toda regla, un delincuente violento y reincidente al que el sistema había ido dejando entrar y salir de prisión.

En su primera declaración, Montoya llegó a confesar que había atacado a Laura cuando la vio pasar delante de su casa, que la golpeó, la metió en su vivienda por la fuerza, la agredió sexualmente y luego la llevó malherida al paraje donde fue hallada, donde finalmente le lanzó una piedra a la cabeza. Después se desdijo y trató de culpar a una supuesta novia, cambiando varias veces de versión. La investigación forense y las pruebas de ADN lo situaban de forma incontestable en la escena del crimen: había restos biológicos suyos por todo el cuerpo de la víctima y “muchos restos de sangre” en su casa.

Los informes forenses terminaron de desmontar también el relato que intentaba construir el asesino. Una autopsia posterior, más detallada, concluyó que Laura Luelmo murió en menos de ocho horas desde la agresión, no dos o tres días después, como había sugerido un primer análisis y como trataba de sostener Montoya para rebajar su responsabilidad. Los peritos describieron lesiones en mandíbula, región frontal y temporal compatibles con golpes repetidos con un objeto contundente, y fijaron el intervalo de ataque y muerte entre las 17:22 y las 18:10 de ese mismo 12 de diciembre: la sorprendió al volver del supermercado, la retuvo en su casa, la violó, la golpeó y acabó con su vida en un margen de menos de una hora.


Mientras El Campillo y Zamora encendían velas y guardaban minutos de silencio, los padres de Laura rompieron el mutismo institucional con una carta que heló la sangre: “Merecemos que el Estado nos pida perdón por su fracaso”, escribieron, exigiendo responsabilidades por haber dejado en la calle a un asesino reincidente que volvió a matar. Denunciaban un sistema que había rebajado penas, aplicado beneficios y permitido que un hombre con un historial larguísimo de violencia volviera a pasear libremente por un pueblo donde podía mirar desde su ventana la puerta de la casa de su siguiente víctima. Su carta abrió debates en las Cortes sobre el cumplimiento íntegro de las condenas y la prisión permanente revisable.

Casi tres años después, en noviembre de 2021, el caso Laura Luelmo llegó por fin a juicio en la Audiencia Provincial de Huelva, con jurado popular. El magistrado vetó las cámaras dentro de la sala a petición de la familia para evitar el espectáculo mediático. Durante días, forenses, guardias civiles y expertos reconstruyeron minuto a minuto lo ocurrido: la captura en la calle, la detención ilegal, la agresión sexual, la paliza, el traslado del cadáver y la limpieza posterior de la casa del acusado para borrar huellas. El 19 de noviembre de 2021, el jurado declaró por unanimidad culpable a Bernardo Montoya de detención ilegal, violación y asesinato.

El 10 de diciembre de 2021, el tribunal lo condenó a prisión permanente revisable por la violación y asesinato de Laura, con la agravante de reincidencia, y a otros 17 años y medio por el secuestro, además de una indemnización de 400.000 euros para la familia. La sentencia recogía punto por punto el veredicto del jurado: no hubo arrebato, ni accidente, ni duda razonable. Un hombre con antecedentes por asesinar a cuchilladas a una mujer volvió a matar a una joven que acababa de llegar para dar clase de dibujo.


Incluso después de la condena, el caso Laura Luelmo siguió generando ondas sísmicas en los tribunales. En 2023, una periodista de Huelva Información fue condenada por revelación de secretos por publicar datos del sumario —incluida información forense sensible—, en una sentencia que abrió un debate duro entre derecho a la información y protección de la intimidad de las víctimas. En julio de 2024, el TSJA la absolvió, al considerar que los hechos probados no encajaban en el delito de revelación de secretos ni se había acreditado el origen ilícito de la información. El nombre de Laura volvía así a los titulares, esta vez como telón de fondo de un pulso jurídico sobre cómo contar horrores como el suyo sin volver a vulnerar a las familias.


Hoy, Laura Luelmo es mucho más que “la profesora asesinada en El Campillo”. Es un símbolo de todo lo que puede fallar a la vez: un sistema que libera a un agresor reincidente sin un seguimiento eficaz, unos protocolos que no llegaron a tiempo y un país que descubrió, otra vez, que una mujer joven puede hacer todo “bien” —estudiar, trabajar, mudarse por su empleo, volver de hacer la compra— y aun así cruzarse con un monstruo al doblar la esquina de su casa. Cada vez que su familia pide memoria y justicia, recuerdan que Laura debería ser conocida por su arte, por sus ilustraciones, por sus clases, y no por la brutalidad con la que la arrancaron de su vida. Esa es la pesadilla final de este caso: que detrás de la etiqueta “crimen de Laura Luelmo” había una chica de 26 años que solo quería dar dibujo… y nunca llegó a terminar su primera sustitución.

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