Lorena Gallego Fernández: la fan que convirtió la admiración por Paco González en una obsesión mortal



Durante meses, los mensajes parecían inofensivos: halagos, notas afectuosas, pequeños guiños de una oyente fiel hacia su locutor favorito. Detrás de ese ritual estaba Lorena Gallego Fernández, una vallisoletana de 25 años que transformó la admiración por el periodista deportivo Paco González en una obsesión que acabó rozando la tragedia. El 5 de febrero de 2014, en Boadilla del Monte (Madrid), esa obsesión se materializó en un ataque planificado contra la mujer y la hija del periodista, un intento de asesinato que no llegó a consumarse gracias a la reacción de las víctimas y de varios testigos.

Antes de ese día, Lorena era, al menos de puertas afuera, una joven “normal”. Nacida en Laguna de Duero (Valladolid), trabajaba como higienista dental en una clínica y no tenía antecedentes penales. Quienes la conocían la definían como tímida, introvertida, algo “mojigata”, pero muy inteligente; nadie imaginaba que pudiera llegar a implicarse en un crimen. Su vida, sin embargo, giraba cada vez más alrededor de una figura concreta: el locutor de radio que escuchaba a diario, Paco González, entonces una de las voces más reconocibles de la radio deportiva española.

Con el tiempo, los forenses y el tribunal concluirían que Lorena sufría un trastorno delirante de tipo erotomaníaco, también llamado delirio erotomaníaco: estaba convencida de que el periodista estaba enamorado de ella, de que existía una relación especial entre ambos, pese a que él siempre negó cualquier contacto personal más allá de que era “una oyente muy asidua del programa”. Esa convicción delirante fue creciendo hasta deformar su percepción de la realidad: en su cabeza, la esposa de Paco no era una persona, sino un obstáculo.


La investigación posterior reveló que se había pasado semanas siguiendo a la familia, tomando nota de horarios y rutinas, especialmente de los trayectos escolares de los hijos. Había cruzado ya una línea: de la fantasía de fan a la vigilancia real. Al mismo tiempo, según diversas informaciones, había intentado por lo menos en dos ocasiones anteriores buscar a terceros para matar a la mujer del periodista: primero contactando con supuestos sicarios del este de Europa; después, ya en prisión preventiva, pidiendo a otra presa que buscara a alguien dispuesto a hacer el “trabajo” cuando ella ya no pudiera.

La mañana del 5 de febrero de 2014 fue cuando todo estalló. A primera hora, la esposa de Paco González, Mayte, dejó a uno de sus hijos en el colegio Trinity de Boadilla y se subió al coche junto a su hija María, de 19 años, para llevarla a la universidad. Fue entonces cuando, según relatarían después, un hombre y una mujer encapuchados se colaron en el vehículo armados con cuchillos. Él era Iván Trepiana, joven en paro residente en San Sebastián; ella, Lorena Gallego, con gafas oscuras y el rostro parcialmente cubierto. El ataque no fue un arrebato: estaba preparado.

Dentro del coche, el tiempo se rompió. Según el relato de las víctimas y del propio auto judicial, Iván anunció a Mayte: “Lo siento, te voy a matar”, y comenzó a apuñalarla con un cuchillo de gran tamaño en el costado izquierdo, mientras Lorena, desde el asiento trasero, atacaba y causaba cortes a la hija cuando ésta intentaba defender a su madre. La escena, ocurrida en plena calle, se convirtió en una lucha desesperada por la supervivencia: la hija logró salir del vehículo, pedir ayuda y varios conductores y vecinos intervinieron, logrando reducir a Iván y poniendo fin al ataque. Mayte resultó gravemente herida por arma blanca; María sufrió cortes menos profundos en las manos. Las dos sobrevivieron.


Detenidos casi de inmediato, Lorena e Iván comenzaron entonces su segunda vida: la procesal. Mientras la opinión pública conocía los primeros detalles —“fan obsesionada”, “ataque por amor”, “locura” eran las etiquetas simplificadoras—, los investigadores empezaban a descubrir que lo del coche no era un gesto aislado, sino el último eslabón de una cadena. En el sumario aparecen tres delitos de proposición para cometer asesinato (por los intentos previos de encargar la muerte de la esposa de Paco) y uno de homicidio en grado de tentativa, además de lesiones con instrumento peligroso.

En abril de 2016 comenzó en la Audiencia Provincial de Madrid el juicio contra Lorena Gallego Fernández e Iván Trepiana. La Fiscalía llegó a pedir inicialmente 55 años de prisión para ella y más de 30 para él, aunque posteriormente solicitó 34 años de internamiento psiquiátrico para Lorena al entender que sus facultades estaban anuladas por el trastorno delirante erotomaníaco, manteniendo para Iván la petición de largas penas de cárcel. En sala, Lorena declaró: “Me enamoré de él. Me siento muy culpable y arrepentida”, insistiendo en que sólo quería “simular una infidelidad” para romper el matrimonio del periodista, no matar a nadie. El tribunal no lo vio así.

Los informes psiquiátricos fueron clave. Peritos y psicólogos forenses coincidieron en que Lorena padecía un delirio erotomaníaco con episodios múltiples, un trastorno mental grave, duradero, en el que la persona se convence de que alguien —a menudo una figura famosa— está profundamente enamorado de ella. Ese delirio impulsó un plan “absurdo desde el punto de vista racional”: creer que, eliminando a la esposa, ella podría vivir con el hombre al que idealizaba y amaba “por encima de todas las cosas”. El tribunal entendió que esa patología afectaba de forma muy profunda a su voluntad, pero no anulaba por completo su capacidad para entender lo que hacía.


El 30 de mayo de 2016, la Sección 23 de la Audiencia de Madrid dictó sentencia: Lorena Gallego Fernández era considerada culpable de dos delitos de proposición para el asesinato, uno de homicidio en grado de tentativa y otro de lesiones, pero se le aplicaba la eximente completa por enajenación mental. Se ordenó su internamiento en un centro psiquiátrico penitenciario durante un máximo de 20 años, seguido de otros 20 años de libertad vigilada. Para Iván Trepiana, en cambio, la condena fue de 22 años de prisión como cooperador necesario del ataque y de los planes homicidas.

En enero de 2017, el Tribunal Supremo confirmó íntegramente la sentencia: ratificó los 20 años de internamiento psiquiátrico para Lorena y los 22 años de cárcel para Iván. En su resolución, el Supremo subrayó que los relatos de las víctimas y el informe forense eran “elocuentes” respecto a la voluntad homicida en el momento de la agresión, y asumió que el trastorno de ella justificaba tratamiento psiquiátrico en lugar de prisión ordinaria, sin que eso borrara el peligro que seguía representando para la familia de Paco González.

Lo más perturbador es que, incluso después de ser detenida, la obsesión no desapareció. Diversos testimonios de internas y del director de la prisión de mujeres de Alcalá Meco relataron que Lorena seguía hablando de matar a la esposa del periodista desde el módulo, intentó contactar con el marido de otra reclusa para que buscara un sicario y expresaba frases como “pagaría todo lo que tuviera por verla muerta”. Esa persistencia en la idea homicida fue uno de los motivos que llevaron años después a la Audiencia a denegar su puesta en libertad, al entender que el riesgo seguía siendo muy alto.


Hoy, Lorena Gallego Fernández sigue internada en un centro psiquiátrico penitenciario, cumpliendo una medida de seguridad de hasta 20 años, revisable en función de la evolución de su trastorno y de los informes médicos. El propio fallo que la condenó insistía en que no se trataba de una patología “episódica”, sino permanente y encapsulada, que solo puede estabilizarse con medicación y seguimiento, sin garantías de curación completa. Para la familia de Paco González, cada prórroga de esa medida es un recordatorio de que el peligro que irrumpió en su coche aquella mañana de febrero sigue existiendo, aunque esté contenido tras los muros de un psiquiátrico.

El caso de Lorena Gallego Fernández deja varias sombras largas. Por un lado, muestra la cara extrema de la erotomanía: cómo una admiración aparentemente inocua puede deformarse hasta convertirse en violencia dirigida contra quien se percibe como “rival”, sin que el supuesto objeto del amor haya tenido nunca una relación real con la agresora. Por otro, plantea preguntas incómodas sobre la detección temprana del acoso, la protección de las víctimas y la delgada línea entre enfermedad mental y responsabilidad penal. En medio quedan una mujer y una hija que casi mueren por ser “la familia de”, un periodista que insiste en querer “vivir sin miedo” y una sociedad que mira este caso como una advertencia: a veces, el monstruo no llega de la nada, sino disfrazado de fan silenciosa que, poco a poco, se va acercando demasiado.

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