La tarde del 13 de noviembre de 2007, Barcelona estaba en modo rutina: gente saliendo del trabajo, turistas en plaza Catalunya, estudiantes entrando y saliendo del metro. Entre esa multitud iba Romain Lannuzel, 20 años, estudiante francés de Erasmus en la Universitat Autònoma de Barcelona. A las 18:57, llama por teléfono a sus antiguas compañeras de piso para decirles que pasará a recoger el resto de sus cosas. Cuelga cerca de plaza Catalunya, junto a una boca de metro abarrotada… y, desde ese instante, Romain desaparece para siempre, devorado por una ciudad que no deja de moverse.
Antes de convertirse en “el desaparecido de las Ramblas”, Romain era un chico de Lampaul-Guimiliau, un pequeño pueblo del Finisterre bretón, en el extremo oeste de Francia. Estudiaba licenciatura de inglés y decidió pasar un año de beca Erasmus en Barcelona: otra lengua, otra cultura, la promesa de un año luminoso lejos de la lluvia atlántica. Sus padres lo describen como un joven equilibrado, sociable, sin antecedentes de depresión ni de fugas, muy unido a su familia. Medía en torno a 1,85 m, unos 80 kilos, ojos azules y pelo oscuro, rasgos que acabarían describiendo, una y otra vez, los carteles de “MISSING / DISPARU / DESAPARECIDO”.
Romain llega a Barcelona el 7 de septiembre de 2007 con un amigo, Renaud. Se instalan primero en un piso compartido en el centro, cerca de plaza Catalunya, y empiezan la vida Erasmus: clases en la UAB, fiestas, excursiones, una ciudad nueva que se abre como escenario perfecto para los 20 años. Dos meses después, decide mudarse a Sabadell, para estar más cerca del campus de Bellaterra. El 13 de noviembre es un día normal y a la vez clave: ha hecho un examen de Historia de Estados Unidos y planea terminar la mudanza, ir al piso antiguo a recoger lo que le falta y dormir ya en su nueva habitación. Nadie imagina que esa rutina será la última secuencia conocida del caso Romain Lannuzel.
La escena final conocida está casi calcada en varios informes: a las 18:57 Romain llama a sus ex–compañeras; les dice que va hacia su antiguo piso a por sus cosas. La llamada se realiza desde la zona de Provença / Balmes, muy cerca de plaza Catalunya, un punto donde se cruzan líneas de metro, tren y miles de personas cada tarde. Después, nada. No llega al piso, no vuelve a llamar, no responde mensajes. Su móvil se queda mudo, sus tarjetas bancarias no vuelven a moverse, su documentación no aparece. Es como si se hubiera desintegrado a pocos metros de uno de los lugares más transitados de Barcelona.
Al principio, como en tantas desapariciones de adultos, todo se interpreta como un posible capricho de la edad: un Erasmus que se ha ido de fiesta, que ha decidido desaparecer unos días. Pero Romain no aparece ni al día siguiente, ni al otro. No va a clase, no contacta con nadie. Sus amigos dan la voz de alarma, los Mossos d’Esquadra abren investigación y, en Francia, el teléfono de la familia empieza a sonar con una frase que congela la sangre: “Romain no ha vuelto a casa”. Muy pronto, la desaparición deja de parecer un “despiste juvenil” para convertirse en algo mucho más oscuro.
Un año después, en noviembre de 2008, los padres de Romain viajan a Barcelona para exigir que el caso no se archive. Frente al consulado francés y ante los medios, su madre ruega ayuda para reconstruir qué ocurrió “entre Sabadell y la capital” aquella tarde del 13 de noviembre. Subraya que su hijo estaba bien, que era “un chico feliz, equilibrado y sin motivos para desaparecer”. Ese día detallan, también, su aspecto y su ropa: chaqueta negra, sombrero negro, zapatos oscuros, un joven francés de 20 años perdido en una ciudad extranjera.
Mientras la investigación oficial avanza a trompicones, el caso empieza a tomar vida propia en Francia y en Cataluña. Le Monde publica en 2009 un reportaje detallado sobre la desaparición “en pleno corazón de Barcelona”. La televisión francesa dedica un “13h15 le samedi” al caso, y más tarde TF1 incluye el dossier en el documental Cold Case: la vérité à tout prix, donde se insiste en que Romain desapareció “brutalmente, en el centro de la ciudad”, sin que ninguna de las exhaustivas investigaciones españolas y francesas haya dado fruto. En paralelo, la familia abre un blog para centralizar información y evitar rumores, y en su pueblo organizan marchas, carreras solidarias y actos en su memoria, desde jornadas deportivas hasta visitas benéficas a jardines cuyos ingresos van destinados a la “Association pour la recherche de Romain”.
Con los años, el caso Romain Lannuzel se convierte en un auténtico cold case internacional. QSDglobal, la Fundación Europea por las Personas Desaparecidas, lo mantiene en su lista de casos emblemáticos, recordando cada 13 de noviembre que “Romain tenía 20 años cuando desapareció en Barcelona”. En 2021, La Vanguardia contabiliza 5.045 días desaparecido; en 2023, Telecinco eleva la cifra a 5.630 días, quince años y cuatro meses sin noticias. Los padres, agotados pero obstinados, han llegado incluso a recurrir a una vidente, que señaló el Parc de la Marquesa como posible escenario del crimen; un georradar rastreó el suelo sin encontrar nada. También recurrieron a un grafólogo, que analizó la letra de Romain en el examen que había hecho aquel día: nada sugería ideas suicidas ni un colapso emocional.
El giro más inquietante llega en 2012, cuando la policía catalana detiene a Óscar Vicente Castro Cedeño, un ecuatoriano de 41 años, por la muerte del estudiante estadounidense Crispin Scott, también de 20 años, encontrado sin vida en su piso de Esplugues de Llobregat tras una sobredosis de barbitúricos. La investigación revela un patrón escalofriante: el sospechoso contactaba con jóvenes extranjeros, de unos 20 años, piel clara y complexión atlética, los drogaba, los agredía sexualmente y los fotografiaba desnudos o semidesnudos. En sus dispositivos aparecen centenares de fotos de chicos inconscientes, un catálogo de víctimas silenciosas.
Varios investigadores privados —entre ellos el exgendarme Jean-François Abgrall y la psicocriminóloga Sandrine Wattecamps— empiezan a explorar una posible conexión entre Castro Cedeño y la desaparición de Romain. Descubren que el ecuatoriano vivía a unos 200 metros de la boca de metro de Provença/Balmes, exactamente la zona desde la que Romain hizo su última llamada. Los padres aseguran reconocer a su hijo en una de las fotos incautadas, pero los expertos forenses descartan que se trate de él por diferencias en los rasgos físicos. Aun así, para la familia, Óscar Vicente sigue siendo el principal sospechoso, un “depredador nocturno” que habría podido interceptar a Romain aquella tarde de otoño en pleno centro de la ciudad.
Aquí es importante separar hechos de inquietudes. Castro Cedeño fue condenado a 16 años de prisión por la muerte de Crispin Scott, pero no ha sido condenado por ningún delito relacionado con Romain Lannuzel, y, hasta donde se ha hecho público, no se han hallado pruebas concluyentes que lo vinculen directamente con esa desaparición. La hipótesis de la familia y de los investigadores privados es eso, una hipótesis muy seria, reforzada por casualidades geográficas y por el patrón de víctimas, pero que no ha cristalizado en un procedimiento penal específico. El caso oficial, a día de hoy, sigue etiquetado como desaparición en investigación, sin cuerpos, sin escena de crimen clara, sin imputado formal.
Mientras tanto, otras posibles explicaciones se van desdibujando por pura lógica. La idea de una desaparición voluntaria choca con todos los datos: Romain no tenía problemas familiares, acababa de aprobar un examen, no dejó nota alguna, no volvió a usar su dinero ni sus papeles; ni siquiera hay rastro de un viaje posterior. Un accidente urbano —caída, atropello no identificado— parece poco compatible con la ausencia total de hallazgos de cadáver o pertenencias. Lo que queda, flotando en la mente de muchos, es la imagen de un joven extranjero atrapado por alguien en la noche barcelonesa, en una franja borrosa donde turistas, fiestas y depredadores comparten acera. No es casual que la escritora Carme Riera tomara explícitamente el caso Romain como punto de partida para su novela negra Natura quasi morta (Life Almost Still), sobre desapariciones de estudiantes en la UAB.
Más de diecisiete años después, no hay rastro de Romain Lannuzel. QSDglobal y SOS Desaparecidos siguen recordando su ficha: 20 años en 2007, 1,85 de altura, 80 kilos, ojos azules, pelo oscuro; hoy tendría alrededor de 38 años. Cada 13 de noviembre, sus padres viajan desde Bretaña a Barcelona para mantener viva la memoria del caso, dejar flores, atender a periodistas y repetir la misma plegaria laica: “que alguien hable, que alguien recuerde algo”. En 2023, el programa francés L’Heure du Crime volvió a dedicarle una emisión completa, con la madre de Romain, los investigadores privados y el periodista Paco Lobatón repasando, minuto a minuto, la desaparición del “desaparecido de las Ramblas”.
Si has llegado hasta aquí, esta historia ya está dentro de ti. Y quizá ese sea el único hilo que queda por tirar. Si viviste en Barcelona en 2007, si frecuentabas la zona de Provença–Balmes, plaza Catalunya, Sabadell o los ambientes nocturnos donde se movían estudiantes Erasmus, y recuerdas algo —un encuentro extraño, un chico francés desorientado, un depredador que rondaba a jóvenes extranjeros—, por insignificante que parezca, las asociaciones piden que lo cuentes. Cualquier detalle puede comunicarse a SOS Desaparecidos, a QSDglobal, a los Mossos d’Esquadra o a la policía francesa. Hasta que alguien aporte esa pieza mínima, el caso de Romain Lannuzel seguirá siendo una de esas pesadillas muy reales que empiezan en un andén abarrotado… y continúan, años después, en pantallas como esta, donde su rostro sigue preguntando en silencio: ¿qué me pasó aquella tarde en Barcelona?
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