Cuando se habla del caso Betty Broderick, se habla de algo más que de un crimen: se habla de un matrimonio que se fue pudriendo durante años, de una guerra de abogados en San Diego y de una mujer que pasó de esposa perfecta de clase alta a símbolo de rabia, venganza y debate sobre la violencia psicológica. La madrugada del 5 de noviembre de 1989, Betty entró en la casa de su exmarido, Daniel T. Broderick III, y de la nueva esposa de este, Linda Kolkena, y abrió fuego mientras la pareja dormía. Dan y Linda fueron encontrados sin vida en su cama; ella se convirtió para siempre en la protagonista de uno de los divorcios más oscuros de Estados Unidos.
Antes de todo eso, eran el retrato del “sueño americano”. Betty, nacida Elisabeth Anne Bisceglia en 1947 en Brooklyn, creció en una familia católica y conservadora, muy marcada por la idea de que una mujer debía casarse bien y sostener el hogar. Conoció a Dan Broderick siendo muy joven; se casaron en 1969, cuando ella tenía 21 años. Mientras Dan estudiaba Medicina primero y luego Derecho en Harvard, Betty encadenó embarazos, trabajos temporales y turnos dobles para sostener la casa: llegaron a tener cuatro hijos vivos y uno que murió a los pocos días de nacer.
La promesa era clara: ella se sacrificaba ahora, él triunfaría después y los dos disfrutarían el premio. Y, en parte, el plan se cumplió. Dan se reconvirtió de médico a abogado especializado en lesiones personales, se convirtió en una estrella del derecho en La Jolla (San Diego), con ingresos de altísimo nivel, casa de lujo, viajes y todo el envoltorio de la élite californiana de los 80. A ojos de los vecinos, los Broderick eran la pareja perfecta: católicos, guapos, exitosos. Por dentro, sin embargo, el equilibrio empezaba a resquebrajarse.
En 1982, Dan contrató como asistente a una joven de 21 años llamada Linda Kolkena. Pronto Betty empezó a sospechar que entre ellos había algo más que trabajo: miradas, llamadas, cenas. Él lo negó durante años, pero en 1985 terminó reconociendo la relación y pidió el divorcio. Para Betty, aquello fue una traición doble: no solo perdía a su marido, sino el sentido de todos los sacrificios previos. Empezó ahí una batalla legal a gran escala por la casa, el dinero y la custodia de los hijos, con Dan moviéndose con soltura en los tribunales… y Betty cada vez más acorralada.
Los siguientes años fueron una espiral. El divorcio se alargó casi cinco años, tiempo en el que Betty dejó cientos de mensajes insultantes en el contestador de Dan, ignoró órdenes de alejamiento, arrojó pintura por la casa nueva, dejó excrementos en la puerta y llegó a estrellar su coche contra la fachada mientras los niños estaban dentro. Dan, por su parte, recortaba las cantidades que le pasaba, controlaba cada movimiento mediante su posición privilegiada como abogado y conseguía decisiones judiciales a su favor una y otra vez. Betty se sentía expulsada de su propia vida; Dan y Linda se preparaban para casarse.
El divorcio se hizo definitivo en 1989. Ese mismo año, Dan y Linda se casaron en abril. Ella, asustada por el historial de explosiones de Betty, llegó a pedirle que usara chaleco antibalas en la boda y contratar seguridad privada. Él se negó al chaleco, pero sí hubo guardaespaldas de paisano. No pasó nada aquel día… pero la tensión siguió en aumento. Linda solicitó que se reforzaran las medidas legales contra Betty; Dan intentó limitar aún más los contactos. Desde la perspectiva de Betty, la nueva señora Broderick la estaba “expulsando” de sus propios hijos y de su antiguo mundo.
En la madrugada del 5 de noviembre de 1989, dos días antes de que Betty cumpliera 42 años, todo estalló. Había comprado una pistola meses antes. Aquella noche condujo hasta la casa de la pareja en Marston Hills, usó una copia de la llave que había sacado de una de sus hijas para entrar sin hacer ruido y subió al dormitorio donde Dan y Linda dormían. Llevaba el arma en la mano. Poco después, la cama se llenó de disparos: Linda y Dan recibieron impactos que les arrebataron la vida casi al instante, aunque los forenses indican que él pudo agonizar unos minutos. Una de las primeras cosas que notaron los investigadores fue que el teléfono de la mesilla estaba desconectado: alguien se había asegurado de que no pudieran pedir ayuda.
Tras la tragedia, Betty llamó a una de sus hijas y se entregó a la policía sin negar el ataque. Desde el principio insistió en que no había ido con la idea clara de acabar con nadie, que quería “hablar”, que se había asustado al oír a Linda gritar “¡llama a la policía!” y que disparó sin pensar. Los fiscales hablaron de un acto frío y calculado, preparado durante meses; la defensa, de una mujer desbordada por años de desdén, manipulación y violencia emocional, llevada al límite. El país entero se dividió entre quienes la veían como una asesina sin remordimientos y quienes la consideraban una especie de mártir de los divorcios injustos.
Su primer juicio, en 1990, terminó con jurado bloqueado: hubo quienes se negaron a considerarla culpable de homicidio intencional. El caso se repitió en 1991. En el segundo juicio, el jurado la declaró culpable de dos cargos de homicidio en segundo grado, es decir, sin premeditación plena pero con clara intención de causar daño grave. Fue condenada a dos penas consecutivas de 15 años a cadena perpetua, lo que en la práctica se traduce en un mínimo de 30 años antes de poder aspirar a salir en libertad condicional.
Mientras tanto, el caso Betty Broderick se convertía en fenómeno mediático. Hubo libros (“Until the Twelfth of Never”, “Hell Hath No Fury”), telefilmes como A Woman Scorned y, ya en 2020, la serie “Dirty John: The Betty Broderick Story” volvió a poner su historia en primera línea para una nueva generación. Cada versión elegía un ángulo: la esposa despreciada que estalló, la ex mujer peligrosa que cruzó todas las líneas, la víctima de un sistema judicial sesgado… Lo que nunca cambiaba era la escena central: un dormitorio en La Jolla, dos cuerpos en la cama y una pistola en manos de la mujer que durante años había sido presentada como la “perfecta señora de abogado”.
En prisión, Betty ha concedido entrevistas, ha escrito cartas y un libro de memorias, y ha mantenido siempre el mismo discurso de fondo: que fue empujada a ese punto por un entramado de humillaciones, control económico y abuso psicológico. Sin embargo, para la Junta de Libertad Condicional de California, ese enfoque sigue sonando a justificación. Se le ha denegado la libertad al menos dos veces, en 2010 y en 2017, con los comisionados subrayando que no perciben en ella un arrepentimiento pleno ni aceptación total de responsabilidad.
Sus hijos viven divididos. Kim y Dan Jr. han declarado públicamente que creen que su madre sigue siendo peligrosa y que no debería salir; Lee y Rhett, en cambio, han pedido en audiencias que se le dé una oportunidad, argumentando que no supone una amenaza para nadie y que ya ha pagado de sobra. Todos cargan, de un modo u otro, con la herida de haber perdido a su padre y a Linda de forma violenta… y de tener a su madre detrás de los barrotes. Algunos han escrito libros, otros han optado por el anonimato, pero el apellido Broderick sigue siendo casi sinónimo de familia rota por un divorcio extremo.
A día de hoy, Betty Broderick tiene 78 años y sigue encarcelada en el California Institute for Women, identificada como interna W42477. No ha obtenido el indulto, no se le ha acortado la condena, y, según los registros oficiales y reportajes recientes, no podrá volver a sentarse ante la Junta de Libertad Condicional hasta 2032, cuando tenga 84 años. Muchas voces dan por hecho que morirá en prisión; otras sueñan con verla salir, vieja y cansada, para pasar sus últimos años en algún lugar discreto.
El caso Betty Broderick se ha convertido en un espejo incómodo: muestra lo que puede pasar cuando un divorcio se convierte en guerra total, cuando el poder económico y legal se usa como arma, cuando el rencor se cocina a fuego lento durante años sin que nadie ponga freno. Pero también recuerda algo más sencillo y brutal: que ninguna humillación, por dura que sea, justifica cruzar la línea de arrebatarle la vida a otro ser humano. Hoy, cada vez que su historia se revive en un documental o una serie, vuelven las mismas preguntas: ¿fue Betty una mujer destruida por un sistema injusto o una figura peligrosa que se niega a soltar su narrativa de víctima? ¿Y qué hacemos, como sociedad, con los casos donde el odio y el dolor acaban sonando más fuerte que cualquier sentencia judicial?
En esa tensión entre empatía y horror es donde sigue viviendo la historia de Betty Broderick: una mujer que pasó de anfitriona de cócteles en La Jolla a símbolo de lo que ocurre cuando un matrimonio se convierte en una pesadilla de la que nadie sale realmente a salvo.
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