Madrugada del 7 de septiembre de 2019, autovía A-4 a la altura de Carmona (Sevilla). Un coche circula de madrugada; dentro viajan Ana Buza, 19 años, y su novio, siete años mayor. Horas después, la Guardia Civil llama a la puerta de la familia: Ana ha aparecido sin vida detrás del quitamiedos, en un lateral de la autovía. En apenas 36 horas, una jueza firma que fue un suceso autoinfligido: “se tiró del coche en marcha”. Cinco años y una batalla judicial demoledora más tarde, la Audiencia Provincial de Sevilla ya no lo ve así: ha ordenado que la muerte de Ana Buza sea juzgada como homicidio doloso ante un jurado popular.
Antes de convertirse en titular, Ana era una chica de Carmona, estudiante, trabajadora eventual, con grupo de amigas, planes de futuro y una relación que por fuera parecía “normal”, pero por dentro estaba llena de celos, control y dependencia emocional, según reconstruiría después su entorno. Su pareja, R. V., era un joven sevillano siete años mayor. Correos electrónicos, mensajes de móvil y el testimonio de una psicóloga revelarían luego lo que Ana no se atrevía a gritar en voz alta: que aquella no era una relación sana. Fue ella quien consiguió que él acudiera a terapia por su carácter controlador y explosivo.
La noche del 6 al 7 de septiembre de 2019, Ana sale en coche con su novio. Vuelven de Sevilla de madrugada, por la A-4, después de una discusión que, según los informes, fue intensa. A las 3 de la mañana, aproximadamente, algo ocurre dentro del coche. Minutos más tarde, Ana está tendida al otro lado del quitamiedos, en una zona limitada a 80 km/h donde, según los peritos oficiales, el coche circulaba a 117 km/h. Es el propio R. V. quien alerta del “accidente”. A la familia, la noticia les llega en forma de frase helada: su hija ha muerto “en extrañas circunstancias” en la autovía.
En esas primeras horas, todas las miradas deberían haberse centrado en quien conducía. Sin embargo, el tratamiento fue otro. R. V. llegó a dar hasta cuatro versiones distintas sobre lo ocurrido: que Ana se había alterado por una discusión, que abrió la puerta, que se lanzó, que estaba afectada por problemas personales. Finalmente, los investigadores se quedaron con una de esas narraciones: Ana se habría tirado voluntariamente del coche “porque estaba mal”, incluso “por una pelea con su padre”. Con esa idea, la jueza y el fiscal cerraron la causa en 36 horas como un caso de suicidio en carretera. Cuando el padre de Ana pidió reabrir el caso, cuenta que la jueza le espetó que estaba “clarísimo” lo que había pasado, como si la duda fuera una falta de comprensión, no una necesidad de justicia.
Pero Antonio Buza, matemático, padre de Ana, no tragó con esa explicación. Su instinto y su formación le decían que aquello no cerraba por ningún lado. Empezó a reconstruir milimétricamente el escenario: velocidades, ángulos, tiempos, la posición del cuerpo, la forma del quitamiedos. Encargó informes periciales independientes a ingenieros y expertos en reconstrucción de accidentes. Sus conclusiones apuntaban a otra escena: que era prácticamente imposible que la puerta se pudiera abrir de la forma descrita, y que las lesiones y la posición del cuerpo eran más compatibles con que Ana estuviera ya fuera del coche y hubiera sufrido un impacto lateral del propio vehículo. Dicho en limpio: la familia sostiene que no se tiró, sino que fue alcanzada.
Frente a esa tesis, los informes oficiales de la Guardia Civil y del Instituto de Medicina Legal de Sevilla defendían durante años lo contrario: que la muerte de Ana era compatible con una salida del coche en marcha y no con un atropello, y que el exceso de velocidad del conductor encajaba mejor en un homicidio por imprudencia que en un ataque deliberado. De hecho, en diciembre de 2024, un juez de violencia sobre la mujer propuso enviar a R. V. a juicio solo por homicidio imprudente, descartando que hubiera intención de hacer daño de forma consciente. La Fiscalía coincidía con ese enfoque. Para la familia, en cambio, esa calificación era casi una segunda puñalada: ellos están convencidos de que Ana fue víctima de un crimen machista planificado.
El contexto de la relación apuntaba en esa misma dirección inquietante. Una amiga declaró que Ana había llamado al 016 —el teléfono de violencia de género en España— antes de morir para pedir ayuda, y que no se le dio respuesta útil. Correos de la psicóloga que trató a R. V. describían celos extremos, control del móvil, aislamiento de amigas, prohibiciones de redes sociales, episodios de ira. Ana había sentido suficiente miedo como para animarlo a ir a terapia. Esos elementos, para la acusación particular, encajan con un patrón de maltrato psicológico que habría ido escalando hasta aquella madrugada en la A-4. Para el juez y la fiscal, en cambio, esa parte nunca llegó a ocupar el centro del relato jurídico… al menos hasta ahora.
A todo esto se sumó un dato técnico inquietante: los teléfonos móviles de Ana y de su novio fueron manipulados antes y después de la muerte de la joven. Informes periciales revelaron que se borraron datos del terminal de Ana en las horas críticas, y que también hubo movimientos sospechosos en el dispositivo de él. La familia asegura que esa limpieza digital se hizo para borrar mensajes que probarían el control, las amenazas y la tensión extrema de la pareja. No se llegó a imputar a nadie por destrucción de pruebas, pero el propio juzgado de violencia de género admitió en 2024 que la maniobra sobre el móvil existió y era relevante para la investigación.
Pese a todo, la maquinaria judicial fue lenta. En noviembre de 2019, la Audiencia de Sevilla ordenó reabrir el caso; en julio de 2020, R. V. fue imputado por la muerte de Ana; pero el asunto tardó tres años en pasar definitivamente a un juzgado específico de violencia sobre la mujer. Durante ese tiempo, Antonio Buza tuvo que escuchar cómo se insinuaba en autos y escritos que su hija podría haberse quitado la vida por problemas económicos con él, como si la responsabilidad moral recayera sobre el propio padre que pedía justicia. Esa reinterpretación del dolor fue, en palabras suyas, “una tortura añadida”.
El gran giro llegó en marzo de 2025. La Audiencia Provincial de Sevilla revisó la calificación y ordenó que la muerte de Ana sea juzgada como homicidio doloso, es decir, como una muerte causada con intención, no solo por imprudencia. Consideró “poco verosímil” que Ana se hubiera lanzado voluntariamente del coche en marcha, subrayó las contradicciones del acusado y dio más peso a la hipótesis de un impacto provocado. Al mismo tiempo, decidió que sea un jurado popular quien escuche las pruebas y decida qué pasó realmente aquella madrugada. Para la familia, fue la primera vez que una resolución judicial se acercaba de verdad a su verdad íntima.
La Audiencia, eso sí, no imputó de momento delitos específicos por violencia psicológica ni por la manipulación de los móviles, al entender que esa parte no estaba suficientemente cerrada en la instrucción. La acusación particular ya ha adelantado que intentará llevar igualmente al juicio todos los indicios de control, aislamiento, celos y borrado de pruebas, para que el jurado no vea la escena como un simple “accidente de tráfico” tras una discusión, sino como el desenlace de una espiral de dominio que se fue estrechando durante meses sobre una chica de 19 años.
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