La madrugada del 13 de julio de 1984, a la altura del kilómetro 75 de la Ruta 2, entre pastos húmedos y una pequeña arboleda, apareció el cuerpo de una mujer que pronto se convertiría en símbolo de impunidad. Se llamaba Aurelia Catalina “Oriel” Briant, tenía 37 años, era profesora de inglés, madre de cuatro hijos y vivía en City Bell, partido de La Plata. La habían sacado de la casa de su madre cuatro noches antes. La escena del hallazgo fue tan violenta que todavía hoy se la menciona como uno de los crímenes más estremecedores de los años 80 en Argentina.
Antes de ser “el caso Oriel Briant”, ella era una mujer con vida propia: familia de ascendencia británica, educación cuidada, muy querida por sus alumnos y vecinas, con fama de simpática y elegante. Vivía en City Bell con su esposo, el profesor Federico Pippo, y sus cuatro hijos: Julián, Tomás, Christopher y Martina. Desde afuera parecían una familia acomodada, con casa, colegio privado y rutina de clase media alta platense. Desde adentro, sin embargo, el matrimonio estaba quebrado, con conflictos intensos que ya habían dejado marcas.
El 7 de julio de 1984, todo terminó de explotar. Según constan en la causa y recuerdan las crónicas, esa noche Pippo habría intentado agredirla con un cuchillo en la casa familiar de City Bell. Oriel, aterrada, tomó al más pequeño de sus hijos, Christopher, de tres años, y se refugió en la casa de su madre, en La Plata. Fue un punto de quiebre: separación de hecho, decisión de iniciar una nueva vida y, también, exposición máxima a un entorno cargado de tensiones, celos y resentimientos.
La noche del 9 de julio, Oriel estaba todavía en lo de su madre, sola con el pequeño Christopher. Cerca de las 23:30, tocaron la puerta. Ella reconoció la voz del otro lado y abrió sin dudar. Era una noche fría y lluviosa; llevaba solo un camisón y unas medias celestes altas. Desde ese momento, nadie de su entorno volvió a verla con vida. La hipótesis principal siempre fue que quien tocó sabía que ella abriría sin miedo: un rostro conocido, alguien de confianza. El niño quedó durmiendo. La madre, al despertar, encontró la cama vacía y la casa en silencio.
El 13 de julio, cuatro días después, un grupo de trabajadores encontró un cuerpo a un costado de la Ruta 2, en una pequeña arboleda cerca del kilómetro 75. Era Oriel. Estaba sin ropa, conservando solo las medias celestes que llevaba al salir de la casa materna. Los informes forenses hablaron de un número muy elevado de heridas de arma blanca (más de veinte) y varios disparos, con lesiones de enorme violencia en distintas partes del cuerpo, especialmente en la zona del torso y el rostro. Para no recrearnos en lo más crudo: los peritos describieron una saña que excedía la intención de quitar la vida, como si se buscara borrar su identidad física y enviar un mensaje de dominio total.
La investigación arrancó ya con el terreno minado. La escena del hallazgo fue mal preservada: policías inexpertos caminaron sobre huellas, manipularon el cuerpo sin protocolos, algunos se descompusieron por la impresión y contaminaron el lugar. Cuando, dos semanas más tarde, el fiscal Bruno Casteller tomó las riendas, gran parte de las pruebas materiales eran ya inutilizables en términos judiciales. Años después, analistas del caso insistirían en que la torpeza inicial selló el destino de la causa: sin huellas claras, sin rastro confiable, todo se iba a apoyar en testimonios contradictorios y sospechas difíciles de probar.
El primer detenido fue Alberto José Mensi, vecino y pareja de Oriel tras la separación de Pippo. Era el “nuevo amor”, el hombre con el que ella intentaba rehacer su vida. Lo arrestaron como sospechoso casi inmediato, pero terminó siendo absuelto por falta de pruebas y liberado. Mensi murió de un infarto en 1991, sin que la Justicia hubiera podido demostrar su participación. Para parte de la prensa de época, su figura quedó flotando entre el rol de “chivo expiatorio fácil” y el de “sospechoso que se escapó por los errores iniciales”. Nada se comprobó en firme.
Con Mensi afuera, la lupa giró hacia el entorno más incómodo: la propia familia política de Oriel. La prensa los bautizó como “el clan Pippo”: Federico Pippo (ex esposo y profesor en la Escuela de Policía Juan Vucetich), su madre Angélica Rosa Romano, su hermano Esteban Pippo y un primo, Néstor Romano, cuya casa en Lobos fue mencionada en la causa como posible lugar donde Oriel habría estado retenida en algún momento. Todos ellos llegaron a estar imputados por secuestro seguido de muerte, permanecieron más de un año presos en la cárcel de Olmos y luego fueron sobreseídos. Jamás se dictó condena contra ninguno.
A lo largo de los años, otros nombres se sumaron a la lista de sospechosos y personajes oscuros. Uno de ellos fue Carlos Davis, mejor amigo de Pippo. En una declaración, dijo que su amigo le había confesado que estaba desesperado por la separación y que había “contratado gente” para que se “ocupara” del problema, frase que encendió todas las alarmas. Después del crimen, Pippo y Davis viajaron juntos a Egipto. Circularon versiones sobre una supuesta relación íntima entre ellos, nunca probada, y sobre vínculos con mafias y grabaciones privadas de carácter sexual que habrían sido negociadas por sumas astronómicas. Algunas crónicas, décadas más tarde, hablaron incluso de una “película” vendida en un millón de dólares. Son teorías de alto voltaje, pero sin soporte judicial: no han pasado nunca de la categoría de hipótesis mediática.
Mientras tanto, la línea dura de la causa se diluía. Hubo múltiples prisiones preventivas, careos, idas y vueltas, pero ninguna prueba concluyente que señalara a un autor único o a un grupo con suficiente fuerza como para sostener una condena. En 1997, la Justicia exoneró definitivamente a Federico Pippo. Con el paso del tiempo, los protagonistas fueron muriendo: Angélica Romano falleció en 1995 de un cuadro hipertensivo; Néstor Romano murió en 2006; Pippo, internado en el neuropsiquiátrico de Melchor Romero en calidad de detenido en otra causa, murió en 2009, a los 68 años, “bajo un manto de impunidad”, como tituló la prensa platense. Ninguno de ellos fue declarado culpable del crimen de Oriel.
El caso dejó también marcas profundas en la descendencia. Distintas notas periodísticas rescatan que, años después, uno de los hijos del matrimonio, Julián, tuvo problemas penales por intentos de robo y episodios de violencia hacia su padre; en 2009, Julián y Christopher fueron detenidos en un intento de robo y por tenencia de sustancias ilegales. Son datos que muestran una familia atravesada por el trauma, aunque por respeto a quienes siguen vivos conviene no convertirlos en personajes secundarios de una tragedia que no eligieron.
Con el expediente ya prescripto y sin acusados, el caso Oriel Briant pasó del expediente judicial a la cultura del crimen real. En 1994 fue recreado en la serie “Sin condena”, en 2018 el diario La Nación publicó un extenso repaso del caso y en 2020 el portal Cronos habló del “impune asesinato de la profesora de City Bell”. En 2022 y 2023, Infobae publicó nuevas reconstrucciones, aportando detalles de contexto y recogiendo teorías que hablan de violencia de género extrema, posibles redes clandestinas y pactos de silencio. En 2025, al cumplirse 40 años, medios de La Plata volvieron a recordarla como “la profesora de inglés cuyo crimen nunca tuvo justicia”.
Hoy, muchas lecturas ubican a Oriel Briant dentro de una larga lista de mujeres argentinas atacadas con una violencia desproporcionada en contextos de conflictos de pareja, celos, control y estigmatización de su vida afectiva. Textos académicos sobre género y justicia la mencionan junto a nombres como Norma Penjerek, María Soledad Morales, Nora Dalmasso, entre otras, como ejemplos de ataques dirigidos a castigar la autonomía y la sexualidad femenina en sociedades atravesadas por el machismo. En ese marco, el caso de la profesora de City Bell ya no es solo un enigma policial: es también una historia sobre cómo la violencia contra las mujeres quedaba muchas veces sin sanción, especialmente cuando rozaba ámbitos de poder, dinero y contactos.
A casi cuatro décadas, el enigma central sigue intacto: ¿quién tocó aquella puerta la noche del 9 de julio? ¿Actuó una sola persona o hubo un grupo detrás? ¿Hubo instigadores que nunca se ensuciaron las manos? ¿Cuánto se perdió por la mala preservación de la escena y cuánto por desinterés o presiones? Hay certezas mínimas: Oriel salió de la casa de su madre en camisón y medias, confiando en alguien a quien conocía; fue atacada con una violencia extrema; su cuerpo fue abandonado en la ruta; y la causa se manejó con errores graves desde el minuto uno. El resto es un rompecabezas incompleto, una suma de silencios que nadie ha podido —o querido— romper.
El caso Oriel Briant es, al final, la historia de una mujer concreta: maestra, madre, amiga, hija, que intentaba salir de un matrimonio conflictivo y empezar de nuevo. No es solo “el crimen macabro de la Ruta 2”, ni la intriga del “clan Pippo”, ni la leyenda de una cinta clandestina: es la historia de una persona a la que le arrebataron la vida de la forma más cruel, y de un Estado que no estuvo a la altura para decirle a su familia quién lo hizo. Contar su caso hoy, con cuidado en las palabras pero sin dulcificar la realidad, es negarse a que ese silencio sea definitivo. Mientras no sepamos quién estuvo del otro lado de aquella puerta, Oriel Briant seguirá siendo la profesora de City Bell a la que la justicia argentina todavía le debe una respuesta.
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