Caso Anabel Segura: el secuestro en La Moraleja que mantuvo a España 900 días en vilo




Era la mañana del 12 de abril de 1993, Semana Santa, cuando Anabel Segura, 22 años, salió a correr como tantas otras veces por las calles tranquilas de La Moraleja, en Madrid. Llevaba su walkman, unos cascos blancos y un chándal. Minutos después, un jardinero vio cómo dos hombres la obligaban a subir a una furgoneta blanca. En el asfalto quedaron sus auriculares y la parte de arriba del chándal, como si el tiempo se hubiera roto en esa esquina. Desde ese instante, el caso Anabel Segura dejó de ser una historia privada para convertirse en una pesadilla nacional. 

Antes de ser “la chica del lazo amarillo”, Anabel era una joven madrileña de clase acomodada, estudiante de Administración y Dirección de Empresas y de idiomas, hija de una familia que vivía en una de las urbanizaciones más exclusivas del país. Trabajaba en una empresa de seguros en Alcobendas, hablaba inglés y francés, viajaba, tenía amigos y planes. No tenía relación alguna con el mundo empresarial de alto riesgo ni con tramas oscuras: justamente por eso, su secuestro resultó tan incomprensible. España descubría que ni el dinero, ni la zona residencial, ni los muros de seguridad eran garantía de nada. 

Los responsables del secuestro de Anabel Segura fueron Emilio Muñoz Guadix y su amigo Cándido “Candi” Ortiz Aón. Dos hombres de clase trabajadora, agobiados por problemas económicos, que decidieron probar suerte con un “golpe” absurdo: raptar a la primera persona que creyeran adinerada en La Moraleja y pedir un rescate millonario. No tenían experiencia, ni un plan claro, ni logística. Solo una furgoneta blanca, una idea torpe y una enorme dosis de irresponsabilidad. Aquella mañana, la primera persona que encontraron sola fue Anabel. 


Tras obligarla a subir al vehículo, condujeron durante horas sin un destino definido, dando vueltas entre Madrid y Castilla-La Mancha con una joven aterrorizada en la parte trasera. Finalmente, se dirigieron a una fábrica abandonada en Numancia de la Sagra (Toledo), un lugar solitario, con naves en ruinas y zanjas. Allí, según la sentencia, cuando Anabel intentó aprovechar un descuido para escapar, la redujeron y terminaron por quitarle la vida por asfixia, enterrando su cuerpo en el propio recinto. Todo indica que eso ocurrió antes de que pasaran seis horas desde el secuestro. Sin embargo, para su familia y para España, la historia oficial decía otra cosa. 

Porque, aunque Anabel ya no estaba con vida, sus captores decidieron alargar el engaño casi 900 días. Durante más de dos años, llamaron una y otra vez a la familia, exigiendo un rescate que llegó a cifrarse en 150 millones de pesetas, cambiando de cabina telefónica, de tono y de amenazas. Nunca acudieron a los puntos acordados para recoger el dinero. Mantuvieron viva una esperanza que sabían falsa, dejando a los padres de Anabel atrapados en una tortura psicológica: la ilusión de que, si seguían las instrucciones, su hija regresaría. 

En junio de 1993, dos meses después del secuestro, llegó el detalle más cruel: una cinta de casete en la que se escuchaba, supuestamente, la voz de Anabel. En realidad, quien hablaba era Felisa García, esposa de Emilio Muñoz, imitando a la joven. Decía que estaba bien, pedía calma, pedía que hicieran caso a los secuestradores. Esa cinta —que más tarde se emitiría en el famoso programa “Quién sabe dónde”— fue analizada por expertos españoles y alemanes, y se convirtió en la pieza clave de la investigación: la huella de voz llevaría, con el tiempo, hasta uno de los responsables. 


La Guardia Civil y la Policía fueron reconstruyendo el rompecabezas a cámara lenta. Las llamadas desde cabinas, el área donde se movían, viejos antecedentes de los implicados, testimonios de vecinos… todo iba apuntando hacia un círculo cada vez más pequeño alrededor de Muñoz y Ortiz. El 28 de septiembre de 1995, casi dos años y medio después de aquel 12 de abril, se produjo el golpe definitivo: ambos fueron detenidos y terminaron confesando el secuestro y la muerte de Anabel, además de indicar el lugar exacto donde habían ocultado el cuerpo, en la fábrica de Numancia de la Sagra. La excavación confirmó lo que su familia temía y el país todavía se resistía a aceptar. 

En el juicio, celebrado en 1997, la Audiencia Provincial los condenó inicialmente a 39 años de prisión por secuestro, homicidio y tentativa de fraude; el Tribunal Supremo elevó después la pena hasta los 43 años, al apreciar agravantes como la alevosía y la prolongación del engaño. Felisa García fue condenada a seis meses de cárcel por encubrimiento y por sustituir la voz de Anabel en las grabaciones; más tarde su condena se revisó al alza hasta 28 meses. Para la opinión pública, aquella pena parecía corta frente a la magnitud del daño, pero al menos había nombres, rostros y una sentencia firme. 

Sin embargo, el capítulo penal del caso Anabel Segura no terminó ahí. En 2009, Cándido Ortiz murió en prisión de un infarto, sin haber cumplido la totalidad de la condena. Y en 2013, tras la anulación de la doctrina Parot por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Emilio Muñoz fue excarcelado de la prisión de Herrera de la Mancha mucho antes de los 43 años teóricos: había pasado unos 18 años entre rejas. A su salida, declaró estar arrepentido y afirmó que “sentía mucho lo que había sucedido”. Para muchos, aquellas palabras sonaron huecas frente a la imagen de los lazos amarillos que habían llenado España pidiendo el regreso de Anabel. 


La excarcelación de Muñoz, junto con la de otros condenados por casos muy conocidos, reabrió el debate sobre la proporcionalidad de las penas y el lugar de las víctimas en el sistema penal. La doctrina Parot había servido durante años para alargar el tiempo efectivo de prisión de criminales especialmente peligrosos, aplicando beneficios penitenciarios sobre el total de la condena y no sobre el máximo de 30 años. Su caída, tras la sentencia de Estrasburgo, hizo que personas señaladas por sucesos tan graves como el de Anabel Segura volvieran a la calle mucho antes de lo que la sociedad esperaba. 

El papel de los medios en el caso también ha sido objeto de análisis. El 9 de abril de 1995, el programa “Quién sabe dónde” dedicó un especial monográfico a Anabel, emitiendo en plató fragmentos de las llamadas de los secuestradores. Aquella noche, medio país se reunió frente al televisor, con la esperanza de que la exposición ayudara a traerla de vuelta. Tres décadas después, un reportaje de El País revisaba esa emisión como un punto de inflexión: la televisión pasaba de ser un servicio social a coquetear con el morbo. En 2024, la historia ha vuelto a primera línea con la docuserie de Netflix “900 días sin Anabel” y reportajes internacionales, como el de la revista People, que han redescubierto el caso a una nueva generación. 

A día de hoy, el nombre de Anabel Segura forma parte del paisaje de Madrid. Un centro cívico lleva su nombre y, frente a él, un busto la recuerda con el gesto sereno de la joven que fue. Allí se han celebrado actos, homenajes y minutos de silencio. Su caso se estudia en podcasts, documentales y artículos sobre la historia del secuestro en España, y suele mencionarse junto a otros nombres que marcaron los años 90, como el de las niñas de Alcàsser o el pequeño Gabriel Cruz, como ejemplo de cómo ciertos crímenes no solo destruyen una familia, sino que marcan a todo un país. 


El secuestro de Anabel Segura en La Moraleja dejó muchas lecciones incómodas: la fragilidad de la seguridad privada, la facilidad con la que dos hombres sin experiencia pudieron atacar a una joven desarmada, el modo en que se puede prolongar el sufrimiento de una familia con llamadas telefónicas vacías y falsas esperanzas. También dejó preguntas que siguen flotando: ¿qué más podría haberse hecho en aquellos primeros días? ¿Cuánto pesó la presión mediática en la investigación? ¿Cómo se repara el daño cuando quien lo causó sale a la calle muchos años antes de cumplir la pena impuesta?


Contar hoy el caso de Anabel Segura con cuidado en las palabras, pero sin edulcorar lo que ocurrió, es una forma de resistirse al olvido. No se trata solo de recordar un crimen, sino de recordar a una persona concreta: una joven que salió a correr una mañana de abril y no volvió, unos padres que escucharon durante 900 días una voz en cintas que no era la de su hija, un país entero que colgó lazos amarillos esperando un final distinto. Que su historia siga viva es, quizá, la forma más clara de decir que el dolor que se le causó no se normaliza, no se convierte en simple entretenimiento… y que cada vez que volvemos a pronunciar su nombre, estamos mirando de frente lo que la violencia puede hacer cuando se cruza, sin avisar, en mitad de una vida.

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