Caso José Rabadán, “el crimen de la katana” en Murcia: la mañana del 1 de abril de 2000 y la condena que abrió un debate nacional


Murcia amaneció el 1 de abril de 2000 con una noticia que parecía imposible de encajar en la realidad. En el barrio de Santiago el Mayor, dentro de una vivienda familiar que hasta entonces no había sido señalada por nada extraordinario, tres vidas se apagaron de forma repentina y violenta. El país entero terminó conociendo aquel episodio como “el crimen de la katana”, y el nombre de José Rabadán Pardo, que entonces tenía 16 años, quedó ligado para siempre a una de las historias más duras de la crónica española. 

Las víctimas fueron su padre, Rafael Rabadán Tovar (51 años); su madre, Mercedes Pardo Pérez (54 años); y su hermana María, de 9 años, una niña con síndrome de Down. Sus cuerpos fueron hallados en el domicilio familiar, y el impacto social fue inmediato: no solo por la brutalidad del hecho, sino por el vínculo. No se trataba de un ataque “de fuera”, sino de un derrumbe dentro del lugar que debería ser refugio. 

Según la reconstrucción publicada por EL PAÍS, los hechos ocurrieron en las primeras horas de aquella mañana, mientras la familia dormía. Se utilizó una espada tipo katana y también un puñal, ambos dentro de lo que se considera “arma blanca”. En pocos minutos, una casa normal se convirtió en una escena que nadie quería mirar, pero que el país acabaría mirando una y otra vez, intentando entender el “cómo” y, sobre todo, el “por qué”. 


Lo más inquietante, contado a posteriori, fue el contraste: el joven era descrito por su entorno como reservado, sin una vida de calle llamativa. Tenía afición por las artes marciales, la informática y los videojuegos, y también un interés creciente por coleccionar armas blancas. Ese detalle, que podría parecer “pasatiempo” en otros contextos, en esta historia terminó viéndose como una señal preocupante que no se leyó a tiempo. 

El caso también se construyó alrededor de una tensión familiar que, según los informes citados por la prensa, existía desde hacía tiempo. Se habló de conflictos por los estudios, de miedo al padre y de una relación deteriorada en casa. Nada de eso “explica” un final así, pero sí ayuda a entender cómo una convivencia puede ir acumulando presión hasta que un día se rompe de la peor manera. 

Tras lo ocurrido, José Rabadán abandonó la vivienda y se alejó de Murcia. Su detención llegó dos días después, el 3 de abril de 2000, en la estación de Renfe de Alicante, donde había comprado un billete para ir a Barcelona y reunirse con una amiga, según publicó EL PAÍS. Ese detalle fue clave: no fue un hallazgo casual, fue el cierre de una búsqueda urgente en un caso que ya estaba conmocionando a todo el país. 


En paralelo, empezó a aparecer otro eje que haría del caso un debate nacional: su estado mental. En el procedimiento se incorporaron informes neurológicos y psiquiátricos. EL PAÍS recogió que la defensa aportó periciales que apuntaban a una psicosis epiléptica, y que la Fiscalía aplicó una eximente incompleta por una imputabilidad disminuida. Dicho en sencillo: se consideró que su capacidad de comprender emocionalmente el alcance de sus actos estaba alterada, lo que influyó en la pena y en el enfoque terapéutico. 

El juicio fue de conformidad y a puerta cerrada (por ser menor), y se resolvió con un acuerdo entre Fiscalía y defensa. La condena, según informó EL PAÍS en 2001, fijó seis años de internamiento en régimen cerrado con tratamiento, y un periodo posterior de libertad vigilada (en esa cobertura se mencionaban cuatro años). Años después, otras piezas informativas de EL PAÍS resumieron la condena como seis años de internamiento y dos de libertad vigilada, reflejando cómo la ejecución y los ajustes posteriores fueron moldeando el calendario real del caso. 

Y ahí estalló la polémica: para buena parte de la opinión pública, la pena era “poca” frente a un hecho tan grave. El caso se convirtió en un espejo incómodo sobre la justicia de menores: qué prioriza, cuánto castiga, cuánto reeduca, y si el sistema está preparado para delitos extremos cuando el autor es adolescente. Esa conversación no quedó en 2000: se repitió durante años cada vez que surgían novedades. 


Con el tiempo, la propia ejecución de la medida reforzó la idea de “reinserción” como objetivo. En diciembre de 2005, el Juzgado de Menores de Murcia decidió adelantar en siete meses el paso a un régimen de libertad vigilada y trasladarlo a una casa de acogida de la asociación Nueva Vida en Cantabria, apoyándose en informes favorables de la administración regional y del psiquiatra, y sin oposición de la Fiscalía, según informó EL PAÍS. 

A partir de ahí, el caso empezó a moverse menos en los juzgados y más en la conversación social: ¿puede reinsertarse alguien después de algo así?, ¿cómo se protege a la sociedad?, ¿qué significa “rehacer la vida” cuando detrás hay una tragedia irreparable? EL PAÍS, en una actualización posterior, señaló que Rabadán estaba reinsertado y con familia, lo que reavivó un debate que nunca fue solo jurídico, sino moral y emocional. 

La fecha de la puesta en libertad también quedó grabada. La Voz de Galicia informó en enero de 2008 de que José Rabadán quedó en libertad tras cumplir siete años, nueve meses y un día. Para muchos, esa cifra fue una sacudida; para otros, la confirmación de cómo funciona el sistema cuando entra la variable “menor de edad” y tratamiento, incluso en delitos gravísimos. 


En el fondo, el “caso José Rabadán” no solo habla de un hecho criminal, sino de un choque de mundos: el del dolor irreversible de una familia destruida y el de un sistema legal que, con menores, busca equilibrar castigo, seguridad y posibilidad de rehabilitación. Por eso el crimen de la katana se estudia, se discute y se recuerda: porque dejó preguntas sin respuestas simples. 

También dejó una alerta útil para el presente: cuando en un hogar hay señales de aislamiento extremo, fantasías violentas, colección obsesiva de armas, amenazas o miedo constante, no conviene minimizarlas como “etapas”. No todo acaba mal, pero lo que sí es cierto es que las señales ignoradas, cuando se combinan con sufrimiento mental, pueden convertirse en un riesgo real.

Si en una familia hay conflicto grave con un menor y se percibe peligro, en España el camino urgente es 112. Si hay riesgo inmediato o necesidad de intervención, 091 (Policía Nacional) y 062 (Guardia Civil). Y para menores que necesitan hablar o pedir ayuda de forma confidencial, existe el 116 111 (línea de ayuda a la infancia) y recursos como ANAR. Pedir ayuda a tiempo no “marca” a nadie: a veces evita que todo se rompa.


Y si lo que aparece son pensamientos de hacerse daño o una crisis mental que asusta, también existe el 024 (línea de atención a la conducta suicida en España) y, en urgencias, el 112. En historias como esta, la prevención no es una frase bonita: es una diferencia concreta entre contener a tiempo o llegar tarde.

El caso de José Rabadán quedó cerrado en lo penal hace años, pero sigue vivo en la memoria colectiva por lo que simboliza: una familia destruida en una mañana cualquiera, una ciudad conmocionada, una sociedad preguntándose por los límites de la justicia, y una lección amarga sobre lo frágil que puede ser la normalidad cuando la oscuridad se instala dentro de casa. 

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