Lorena Nadir Antonia Aubán tenía 28 años y trabajaba en la farmacia familiar en Arroyito, Córdoba (Argentina), un pueblo donde las persianas se levantan temprano y la gente se conoce por apellido. La mañana del sábado 23 de junio de 2007, ese lugar cotidiano —la esquina del trabajo, la llave de siempre, el saludo de rutina— se convirtió en escenario de una tragedia que aún hoy se recuerda con un nudo en la garganta.
Fue su padre, Oscar Aubán, quien llegó al local y notó algo que no encajaba: la puerta estaba abierta. Entró, llamó a Lorena, no obtuvo respuesta… y al avanzar hacia el baño encontró lo impensable. La escena era tan dura que, según relató la familia a la prensa, en ese primer instante todavía intentaron aferrarse a una explicación “simple”, como un robo que se salió de control, antes de comprender la dimensión real de lo ocurrido.
Lorena había sido reducida y atada, y sufrió una agresión íntima antes de que le quitaran la vida mediante asfixia. Contarlo duele, pero es importante porque explica por qué este caso marcó tanto a Arroyito: no fue solo una muerte, fue un ataque humillante y devastador dentro de un negocio familiar, en el corazón del pueblo.
En esas primeras horas, la sospecha se movió rápido hacia el entorno cercano. Uno de los nombres que quedó en el centro fue el de su esposo de entonces, Cristian Bizone, señalado por la acusación y por parte del pueblo como posible implicado. La historia tomó un giro todavía más áspero cuando trascendió que Bizone llegó a estar tres años detenido, mientras la comunidad se partía en dos: quienes estaban convencidos de su culpabilidad y quienes pedían pruebas firmes antes de condenarlo socialmente.
En paralelo apareció otro nombre, el de Jonathan (Jonatan) Arias, y el caso empezó a perfilar una hipótesis distinta: la de un asalto que terminó en tragedia. En este expediente, un detalle resultó determinante para el rumbo judicial: el testimonio de una mujer vinculada a una whiskería, que aseguró que Arias le confesó el robo y que la situación “se había ido de las manos”, según reconstruyó una investigación periodística posterior.
El juicio llegó en 2012 y fue uno de esos procesos que se viven como un temblor colectivo. No era solo lo que se juzgaba, era lo que representaba: la imagen de Lorena, la farmacia, la familia, el miedo de un pueblo chico cuando entiende que la violencia también puede atravesar sus puertas. La sentencia, lejos de cerrar la herida, la abrió de otra forma.
La Justicia absolvió a Cristian Bizone, y ese fallo cayó como una bomba en Arroyito. La propia cobertura periodística recuerda que hubo vecinos que salieron a la calle a repudiar la decisión, porque para muchos la idea de la absolución era imposible de digerir después de años de sospecha instalada.
En cambio, el tribunal condenó a Jonathan Arias a 14 años y 6 meses de prisión por la figura de “homicidio en ocasión de robo”, es decir, un robo que termina con la pérdida de la vida de la víctima. Y ese punto también generó debate, porque no todos en el pueblo coincidían en que esa calificación explicara por completo el ataque íntimo sufrido por Lorena; aun así, fue el encuadre que la sentencia sostuvo.
La causa no se cerró solo con esa condena. Hubo un tercer nombre clave: Alberto “El Calmao” Flores, condenado a 6 años de cárcel por encubrimiento, señalado como quien terminó vendiendo el celular de Lorena después del crimen. En historias así, el encubrimiento es otra forma de violencia: no quita la vida, pero intenta borrar rastros, entorpece la verdad y prolonga el dolor de una familia que busca respuestas.
La tensión social llegó a tal punto que hasta se discutió públicamente cómo se había votado el veredicto y qué tan “dividida” había estado la decisión. En una nota de la época, se mencionó que la absolución de Bizone y la condena de Arias generaron controversia, con interpretaciones cruzadas sobre mayorías y unanimidades dentro del jurado y el tribunal técnico. El detalle refleja algo importante: Arroyito no solo pedía justicia, pedía certezas.
Con los años, el caso siguió apareciendo como una cicatriz abierta. Y en 2023, una reconstrucción periodística volvió a ponerlo en foco, repasando cómo el expediente giró, cómo se sostuvo la absolución del viudo por “beneficio de la duda” y cómo el testimonio de la whiskería fue central para la condena de Arias, además del rol del encubrimiento por la venta del celular.
Lo más inquietante es que, incluso tiempo después, el caso siguió “conectando” con otras tramas. En 2024, notas sobre investigaciones a redes de venta de celulares en Córdoba recordaron el nombre de Alberto Flores como condenado por encubrimiento en el crimen de Lorena, y mencionaron movimientos alrededor de la compra/venta de ese teléfono en el circuito informal. Como si la historia se negara a quedar enterrada del todo.
Pero por encima de nombres y expedientes, lo que permanece es la imagen de Lorena: una joven profesional, una hija, una mujer que trabajaba en el negocio familiar y que no volvió a salir de ese baño. Y eso es lo que vuelve este caso insoportable: porque en un pueblo, la farmacia no es “un local”, es un punto de confianza. Cuando ese punto se quiebra, se quiebra algo más que una puerta.
También queda una conversación necesaria sobre señales y cuidados. Cuando alguien vive control, hostigamiento, amenazas o miedo dentro de una relación, no es “drama privado”: es una alarma. Y cuando el riesgo se mezcla con rutinas públicas —trabajo, horarios fijos, lugares conocidos—, la vulnerabilidad puede crecer sin que la víctima tenga margen para escaparse sola.
Si estás en Argentina y sentís que vos o alguien cercano está en peligro por violencia en el ámbito familiar o de pareja, ante urgencia llamá al 911. Para orientación y acompañamiento, existen líneas y dispositivos provinciales y municipales (varían según jurisdicción) y también podés recurrir a comisarías, fiscalías o juzgados de familia/violencia. Pedir ayuda a tiempo no “exagera”: te protege.
El caso Lorena Aubán dejó condenas, absoluciones y un pueblo marcado. Pero sobre todo dejó una advertencia: la violencia no siempre avisa con estruendo; a veces entra con una puerta abierta en una mañana fría, y lo cambia todo para siempre.
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