El celador de “La Caritat” de Olot, Joan Vila: la residencia donde el fin de semana se volvió peligroso y 11 mayores perdieron la vida


Olot, en la Garrotxa, siempre tuvo esa imagen de ciudad tranquila, de puertas que se cierran temprano y rutinas repetidas. Por eso, cuando en octubre de 2010 saltó la noticia de que un trabajador del geriátrico Fundació La Caritat había sido detenido, el impacto no fue solo por el hecho en sí, sino por el lugar: una residencia donde vivían personas mayores, muchas de ellas frágiles, dependientes, confiadas… justo el tipo de población que no puede defenderse cuando algo se tuerce. 

El nombre que quedó unido para siempre al caso fue el de Joan Vila Dilmé (en prensa, durante años, “Joan V.”), un celador/auxiliar que trabajaba en el centro. La investigación situó los hechos entre agosto de 2009 y octubre de 2010, un periodo en el que 11 ancianos del geriátrico acabaron perdiendo la vida por acciones deliberadas, según acreditaron los tribunales. 

Lo más inquietante es cómo se abrió la puerta. La detención se produjo tras la muerte de una residente de 85 años, y a partir de ahí la policía empezó a mirar hacia atrás, a revisar fallecimientos que, en su momento, se habían certificado como naturales o compatibles con la edad y las patologías previas. Ese es uno de los grandes temores en residencias: que algo grave se camufle entre la fragilidad normal del final de la vida. 


Cuando Joan Vila llegó ante el juez, el caso dio un giro que heló a España: confesó. Primero habló de tres muertes, y después amplió su relato hasta reconocer su intervención en once. En sus propias palabras, intentó presentar lo ocurrido como “ayuda para morir”, insistiendo en una idea de compasión. Pero compasión y daño no son lo mismo, y lo que se describía en el sumario no tenía nada de alivio: era control sobre la vida de otros. 

La residencia, por su parte, mantuvo distancia respecto a las declaraciones. El director de La Caritat llegó a decir públicamente que el centro no daba credibilidad plena a un acusado que había ido variando versiones, y defendió la corrección de certificados y actuaciones médicas. Ese choque —confesión frente a dudas institucionales— alimentó durante meses una sensación angustiosa: ¿y si la verdad era todavía más compleja? 

Aun así, la investigación siguió un camino muy concreto: exhumaciones, análisis, reconstrucciones, y sobre todo la fuerza probatoria de la confesión junto con otros indicios. En casos con víctimas de edad avanzada, la ciencia forense no siempre puede “cantar” con la claridad que quisiéramos tras el paso del tiempo, y eso obligó a sostener el caso con un conjunto de pruebas, no con una sola pieza. 

Durante el procedimiento se habló de distintos métodos usados para provocar la muerte de los residentes: medicación, sustancias tóxicas y en algunos casos sustancias corrosivas. No hace falta recrearse para entender el punto esencial: no fueron fallecimientos inevitables por la edad, sino actos intencionados cometidos en un entorno donde la víctima dependía del cuidador. 

También apareció un elemento estructural que incomoda: el acceso a fármacos y el control interno. En el juicio se escuchó que el personal auxiliar podía participar en el suministro de medicación, y testigos hablaron de protocolos que debían extremarse. Incluso inspectoras declararon que la enfermería donde se guardan medicamentos debía permanecer cerrada para impedir accesos indebidos. En una residencia, un pequeño fallo de control puede abrir un agujero enorme. 

El juicio se celebró en 2013 con jurado popular en la Audiencia de Girona. Joan Vila reiteró su relato de “quería ayudarles”, afirmó que “les tenía cariño”, y llegó a decir que le costó asumir lo que estaba haciendo. Pero el jurado valoró hechos y pruebas, no autojustificaciones, y el resultado fue un veredicto contundente. 


La sentencia de la Audiencia de Girona lo condenó a 127 años y seis meses de prisión por 11 delitos con alevosía, y en tres de ellos se consideró además una crueldad añadida por el modo de ejecución. El número impresiona, pero el tribunal también explicó lo que la gente suele preguntar: el máximo de cumplimiento efectivo quedaba limitado a 40 años, según el marco legal aplicable. 

La defensa intentó recortar la condena en recursos, pidiendo absolución para parte de los hechos y discutiendo el peso de la confesión y otros elementos. El caso, sin embargo, fue confirmándose escalón por escalón, reforzando el relato judicial de que los fallecimientos no fueron casualidad ni confusión: fueron provocados. 

El cierre decisivo llegó el 10 de octubre de 2014, cuando el Tribunal Supremo confirmó la condena de 127 años y medio por haberle quitado la vida a 11 ancianos del geriátrico entre 2009 y 2010. La nota oficial resumió, además, que se emplearon distintas sustancias para causarles la muerte. Con esa resolución, el caso quedó firme en su núcleo esencial. 


Lo que deja helado a cualquiera no es solo el número de víctimas, sino el escenario: personas mayores en sus últimos años, algunas con deterioro, otras dependientes, todas en un lugar que debía protegerlas. Cuando el daño ocurre dentro del cuidado, la herida social es más profunda, porque rompe la confianza en lo básico: “aquí están a salvo”. 

Este caso también cambió la conversación sobre residencias: protocolos de medicación, supervisión en turnos con menos personal, cultura de “alertar” ante rarezas, y el valor de escuchar a trabajadores y familias cuando algo no encaja. No se trata de generar pánico: se trata de entender que la prevención, en entornos de dependencia, es literalmente protección de vida.

Si alguien sospecha hoy de un posible maltrato o negligencia grave hacia una persona mayor en España, el primer paso es no quedarse solo con la duda. En una urgencia o peligro inmediato, 112. Para avisar a fuerzas de seguridad, 091 (Policía Nacional) o 062 (Guardia Civil). Y a nivel local, los servicios sociales municipales pueden orientar y activar inspecciones y recursos de protección, especialmente si la persona afectada no puede hablar por sí misma.


El caso de Joan Vila en La Caritat de Olot quedó grabado como una advertencia amarga: incluso en lugares diseñados para cuidar, el control y la vigilancia ética no pueden relajarse. Y por encima de cualquier “relato” del responsable, lo que importa es esto: once personas mayores perdieron la vida en un lugar donde deberían haber encontrado acompañamiento y dignidad. Recordarlas con respeto también es exigir que el cuidado nunca vuelva a convertirse en una puerta abierta al daño. 

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