Olivia tenía seis años y una vida dividida entre dos mundos que colisionaban sin remedio. Su existencia, como la de tantos niños atrapados en conflictos adultos, se había convertido en el eje de una disputa legal que se extendió durante cinco largos años, una eternidad para quien apenas está aprendiendo a leer el mundo. Eugenio, su padre, soñaba con el momento de ofrecerle una estabilidad definitiva, una rutina alejada de los juzgados y las tensiones que habían marcado sus primeros años. Aquel viernes de finales de octubre de 2022, la justicia pareció darle la razón al otorgarle la custodia de la menor, una victoria que prometía ser el inicio de una nueva etapa en Segovia.
Sin embargo, la sentencia judicial, pensada para proteger el bienestar de la niña, se transformó en el detonante de una tragedia incomprensible. Noemí, la madre, no aceptó el dictamen que la obligaba a ceder el cuidado principal de su hija. Lejos de acatar la decisión y buscar el mejor escenario para Olivia dentro de la nueva realidad, tomó una decisión drástica y unilateral: alejarse de todo y llevarse a la niña lejos de su entorno habitual. El viaje hacia Gijón no fue una escapada de fin de semana; fue un trayecto sin retorno marcado por la desesperación y una oscuridad mental que nadie supo detectar a tiempo.
El destino fue un piso de alquiler en el barrio de El Llano, en Gijón, una ciudad ajena a la vida cotidiana de la pequeña. Allí, entre paredes desconocidas, la normalidad se desmoronó. Olivia, confiada en la figura materna que debía ser su refugio inquebrantable, no podía sospechar que aquel apartamento se convertiría en una trampa mortal. La madre, sumida en una lógica retorcida donde la posesión pesaba más que la vida, preparó un final que cortaría de raíz cualquier futuro posible para su hija.
La herramienta elegida para ejecutar el crimen fue silenciosa y letal. Un cóctel masivo de fármacos, suministrado con la frialdad de quien cree tener el derecho divino sobre la existencia ajena, apagó la vitalidad de Olivia en cuestión de horas. No hubo violencia física visible, ni gritos que alertaran a los vecinos; solo el efecto químico de unos barbitúricos que sumieron a la niña en un sueño del que nunca despertaría. La traición fue absoluta: la mano que la alimentaba fue la misma que le entregó la muerte en forma de pastillas.
Durante casi un día entero, el cuerpo sin vida de Olivia permaneció en la cama, acompañado por su madre. Es difícil imaginar qué pasaba por la mente de Noemí durante esas horas de convivencia con el cadáver de su propia hija, un tiempo suspendido donde la realidad del acto cometido debió pesar como una losa o disolverse en una negación patológica. Fuera de esas paredes, la inquietud comenzaba a crecer. La falta de noticias y la desconexión telefónica encendieron las alarmas en el entorno familiar, que intuía que la reacción a la sentencia de custodia no auguraba nada bueno.
La policía, alertada por la desaparición y la imposibilidad de contactar con ellas, logró acceder a la vivienda en la cuarta planta. Lo que encontraron los agentes fue la escena devastadora de una infancia interrumpida y una madre que, tras cometer lo irreparable, afirmó haber tomado también barbitúricos, aunque su vida no corría peligro. La confesión implícita estaba allí, en la quietud de la niña y en la presencia de los envases vacíos, testigos mudos de una decisión unilateral de "si no es mía, no será de nadie".
La noticia golpeó a Eugenio con la fuerza de un tsunami emocional. Apenas dos días antes celebraba la posibilidad de convivir con su hija, y ahora se enfrentaba a la tarea inhumana de enterrarla. Sus palabras ante los medios reflejaron el dolor puro, despojado de odio pero cargado de incomprensión: "No os podéis imaginar el dolor inmenso que es esto; esto no va de hombres ni de mujeres, esto va de que no se le puede hacer esto a un niño". Su lamento no buscaba venganza, sino sentido común en un mundo que parecía haberlo perdido.
El trasfondo del caso reveló las grietas de un sistema judicial y social que a menudo llega tarde. Eugenio había sido condenado previamente por un delito de malos tratos, una sentencia que sus abogados calificaron de hecho aislado y que complicó su lucha por la custodia durante años. Sin embargo, cuando finalmente se demostró que él era el progenitor idóneo para cuidar de Olivia, el tiempo jugó en su contra. La protección legal no pudo frenar la determinación destructiva de la otra parte.
Noemí fue detenida y enviada a prisión provisional, acusada de asesinato. Se acogió a su derecho a no declarar, manteniendo un silencio hermético sobre los motivos últimos que la llevaron a acabar con la vida de quien más debía amar. La sociedad esperaba un juicio, una explicación, un proceso donde la justicia pusiera nombre y condena a la barbarie, buscando quizás una forma de cierre para una herida colectiva que escocía en la conciencia de todos.
Pero ese juicio nunca llegó a celebrarse. En septiembre de 2023, casi un año después del crimen, Noemí fue encontrada ahorcada en su celda del Centro Penitenciario de Asturias. Su suicidio cerró la vía penal de forma abrupta, extinguiendo la responsabilidad criminal y dejando el caso sin una sentencia condenatoria firme. Para la familia de Olivia, esto supuso un segundo golpe: la sensación de que la justicia terrenal se les escapaba de las manos definitivamente.
La muerte de la acusada impidió que se escuchara en sede judicial el relato completo de los hechos, dejando muchas preguntas sin respuesta oficial. Al no haber condena, Olivia corre el riesgo de quedar fuera de ciertas estadísticas oficiales, convirtiéndose en una víctima invisible en los registros burocráticos, aunque su ausencia sea una realidad palpable y dolorosa para quienes la amaban.
El caso de Olivia desató un debate necesario sobre la violencia vicaria y la protección del menor. Puso de manifiesto que el peligro no entiende de géneros y que, en situaciones de ruptura conflictiva, los hijos son el eslabón más débil, expuestos a ser utilizados como herramientas de daño hacia la expareja. La maldad, como dijo el propio Eugenio, a veces se presenta en estado puro, sin justificaciones sociológicas que valgan ante la mirada de un niño asesinado.
En Segovia y Gijón, las concentraciones de repulsa y los minutos de silencio intentaron llenar el vacío dejado por la pequeña. Juguetes, flores y velas se convirtieron en el efímero homenaje a una vida que tenía todo por delante. La comunidad se unió en el espanto, reconociendo que fallaron los mecanismos de prevención, que nadie supo ver que el peligro viajaba en el asiento de al lado.
Eugenio García se ha convertido en una voz que clama para que la historia de su hija no sea en vano. Su testimonio busca recordar que las leyes deben centrarse en el bienestar real del menor, por encima de las guerras ideológicas o de género. Su lucha ya no es por la custodia, sino por la memoria, para que el nombre de Olivia no se borre bajo el peso del suicidio de su madre.
Olivia descansa lejos del ruido de los tribunales que marcaron su corta existencia. Su historia nos deja la amarga lección de que una firma en una sentencia de custodia no garantiza la seguridad si no hay un seguimiento real de la salud mental y las intenciones de los progenitores. El sistema falló en proteger lo más sagrado, y esa deuda moral permanece impagada.
Hoy, recordamos a Olivia no solo como la víctima de una crónica, sino como la niña que merecía crecer, jugar y ser abrazada por su padre aquel domingo que nunca llegó. Su final nos obliga a permanecer vigilantes, a entender que detrás de cada disputa legal hay un corazón infantil latiendo con miedo, esperando una protección que, para ella, llegó trágicamente tarde.
0 Comentarios