La madrugada del 8 de diciembre de 2017, el bar Tocadiscos, en el centro de Zaragoza, era uno más de esos locales donde se mezclan música alta, vasos medio vacíos y conversaciones cruzadas. Entre los clientes estaba Víctor Laínez, 55 años, prejubilado, vecino del barrio, y en otra esquina Rodrigo Lanza, 33, chileno, conocido en ciertos círculos alternativos de la ciudad. Minutos después de cruzarse, uno de los dos acabaría en el suelo tras una agresión brutal; el otro se iría del lugar en bicicleta. Lo que pasó en esos pocos minutos dio lugar a un caso que marcaría la crónica negra española: el llamado “crimen de los tirantes”.
Víctor Laínez era natural de Zaragoza y había trabajado como conductor de autobuses hasta su prejubilación. Quienes le conocían lo describen como un hombre de costumbres fijas: bar, amigos, tertulia y, a veces, unos tirantes con la bandera de España que se acabarían convirtiendo en símbolo del caso, pese a que la noche de los hechos llevaba cazadora de cuero y esos tirantes nunca llegaron a aparecer en la causa. Su entorno le situaba ideológicamente en la derecha, pero para sus vecinos era, sobre todo, “Víctor del bar”, el hombre que volvía siempre andando a casa de madrugada.
Del otro lado estaba Rodrigo Lanza Huidobro, hijo de exiliados chilenos, criado en España y vinculado a movimientos okupa y antisistema. Ya era un nombre conocido por el llamado caso 4F en Barcelona: en 2006 fue condenado por una agresión que dejó tetrapléjico a un guardia urbano, un episodio muy polémico sobre el que años después se rodaría el documental Ciutat Morta. Tras cumplir esa condena, se había instalado en Zaragoza. Para unos, era un activista injustamente señalado; para otros, un hombre con un pasado violento que volvía a cruzarse con la justicia en la peor de las circunstancias.
La noche del 7 al 8 de diciembre, ambos coincidieron en el Tocadiscos. Las acusaciones sostuvieron que todo comenzó cuando Lanza reparó en el look de Laínez —considerándolo de extrema derecha— y se produjo un intercambio de palabras en el interior del bar. Testigos hablaron de insultos cruzados y de referencias ideológicas, pero no todos coincidieron en los matices ni en el tono. Lo que sí está claro es que Laínez salió del local primero, y unos minutos después lo hizo Lanza, ya con la discusión fuera de las cámaras del bar y de la mayoría de ojos presentes.
Lo que ocurrió en ese tramo de calle quedó fijado en la sentencia: Rodrigo Lanza se acercó por detrás a Víctor Laínez y le propinó un fuerte golpe en la cabeza, con un objeto nunca identificado —o con el propio puño, según otra lectura— que lo hizo caer de inmediato. Ya en el suelo, la víctima recibió varias patadas, principalmente dirigidas a la zona de la cabeza, sin posibilidad de defenderse. Después, Lanza abandonó la escena y se marchó en bicicleta, mientras otros clientes llamaban a emergencias.
Los servicios médicos encontraron a Laínez inconsciente, con lesiones muy graves en el cráneo. Fue trasladado al hospital y entró en coma; cuatro días después, el 12 de diciembre, falleció sin haber recuperado la consciencia. La combinación de una muerte tras una paliza en plena calle y el detalle de los tirantes con la bandera de España —aunque no hubieran estado presentes esa noche— convirtió el caso en munición simbólica: los medios empezaron a hablar del “crimen de los tirantes”, y el nombre de Víctor se vio arrastrado a una batalla política que iba mucho más allá de lo ocurrido en aquel bar.
La investigación apuntó desde el principio a Lanza: varios testigos lo señalaron como autor de la agresión, y fue detenido pocos días después. La Fiscalía y las acusaciones particulares calificaron los hechos como asesinato con alevosía, añadiendo la agravante de motivos ideológicos: sostenían que el ataque se había desencadenado por el supuesto perfil político de la víctima, deducido de su forma de vestir. La defensa de Lanza reconoció la pelea, pero alegó que no hubo intención de matar y que actuó en un contexto de tensión y miedo, asegurando incluso que él se sintió amenazado al creer que Laínez llevaba un arma blanca, extremo que los tribunales nunca dieron por probado.
El primer juicio, en 2019, acabó con un veredicto que incendió el debate público: el jurado popular declaró a Rodrigo Lanza culpable de lesiones dolosas con resultado de muerte, pero no de asesinato, y descartó el componente ideológico. La Audiencia Provincial impuso cinco años de prisión. El Tribunal Superior de Justicia de Aragón, sin embargo, anuló esta sentencia al considerar que el veredicto del jurado no estaba suficientemente motivado y presentaba contradicciones, y ordenó repetir el juicio con un nuevo jurado.
El segundo juicio se celebró en 2020 y dio la vuelta al marcador. Esta vez, el jurado consideró probado que Lanza actuó con ánimo de matar y aprovechando la imposibilidad de defensa de Laínez, configurando así un asesinato con alevosía, y aceptó también la agravante de obrar por motivos ideológicos. La Audiencia Provincial de Zaragoza lo condenó a 20 años de prisión y al pago de 200.000 euros de indemnización a la familia de Víctor (madre, hijos y hermanos), además de una cantidad al Servicio Aragonés de Salud por los gastos médicos.
En 2021, el Tribunal Superior de Justicia de Aragón confirmó íntegramente esta condena de 20 años, manteniendo la idea de que la agresión formaba parte de un contexto de odio ideológico. Pero el recorrido judicial aún no había terminado: la defensa acudió al Tribunal Supremo, cuestionando tanto la calificación jurídica como la existencia de ese componente ideológico, y alegando que no estaba claro qué se dijeron realmente agresor y víctima en los minutos previos al ataque.
El 15 de marzo de 2022, el Tribunal Supremo dictó la sentencia definitiva: confirmó que se trató de un asesinato con alevosía, con ánimo de matar y un ataque reiterado a la cabeza cuando la víctima ya no podía defenderse, pero eliminó la agravante de motivos ideológicos por falta de prueba concluyente. La Sala explicó que se desconocía el contenido exacto de la conversación que ambos mantuvieron fuera del bar —la que pudo desencadenar la violencia— y que, en caso de duda, debía aplicarse el principio in dubio pro reo. Como resultado, redujo la pena de 20 a 18 años y medio de prisión, manteniendo intacta la indemnización de 200.000 euros a la familia de Víctor Laínez.
Mientras los tribunales afinaban términos como “alevosía”, “odio ideológico” o “embriaguez atenuante”, en la calle el caso se había convertido en algo más crudo y simple: para unos, el asesinato brutal de un hombre por llevar símbolos nacionales; para otros, la historia de un activista con un pasado turbio juzgado también por su ideología. Partidos de extrema derecha reivindicaron a Víctor Laínez como víctima de “odio al discrepante”, convocando actos en su memoria; colectivos de izquierda y movimientos sociales recordaban el historial del 4F y denunciaban lo que veían como un uso político del dolor. La familia de Víctor, en medio, pedía algo más sencillo y a la vez más difícil: que se recordara ante todo que detrás de todo esto había un padre, un hijo, un hermano.
A día de hoy, el caso Víctor Laínez sigue siendo citado en debates sobre delitos de odio, violencia callejera e instrumentalización política de los crímenes. Juristas discuten la línea fina entre una agresión motivada por prejuicios y una discusión que se descontrola; periodistas recuerdan que, más allá del eslogan de “los tirantes”, los tirantes nunca se incorporaron como prueba física en el sumario; y buena parte de la sociedad se queda con una imagen difícil de olvidar: la de un hombre que sale de un bar y no llega a casa porque alguien decide que una discusión merece acabar a golpes.
Porque, al final, el crimen de los tirantes habla menos de una prenda de ropa que de algo mucho más inquietante: cómo una mezcla de alcohol, identidades políticas y estereotipos puede convertir un cruce de miradas en una agresión mortal. ¿Cuántas veces salimos de un bar convencidos de que todo se queda en palabras, sin pensar que alguien puede decidir cruzar esa línea invisible? ¿Y cuántos nombres, como el de Víctor Laínez, quedan atrapados para siempre en medio de batallas ajenas, mientras su familia solo intenta sobrevivir a una silla vacía y a una pregunta que ninguna sentencia podrá contestar del todo: por qué esa noche, en ese bar, nadie frenó a tiempo la mano que decidió golpear?
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