El 10 de septiembre de 2021, poco después del mediodía, los servicios de emergencias del 061 recibieron una llamada desde un piso de la avenida Conde de Fenosa, en O Barco de Valdeorras (Ourense). Una mujer decía estar preocupada porque su compañera de piso, Leticia Magalí Sanabria, no respondía. Cuando los sanitarios entraron en la vivienda encontraron a la joven paraguaya de 29 años tendida en la cama, ya sin vida, con marcas visibles en el cuello y signos de agresión. Aquel pequeño apartamento, en una villa gallega atravesada por la N-120, se convertía de golpe en el escenario del caso Leticia Sanabria, un crimen que viajaría de Galicia a Paraguay y que no tendría veredicto hasta casi cuatro años después.
Antes de ser una víctima en titulares, Leticia Magalí Sanabria Romero era “Rosi”: la hermana mayor de una familia numerosa de Yby Yaú, en el departamento de Concepción, Paraguay. Había nacido en 1992 y creció en un entorno humilde, marcado por el trabajo en la frontera con Brasil. Hace unos tres años decidió cruzar un océano para sostener a los suyos: primero trabajó como niñera y dependienta en España, cambiando de casas y ciudades, hasta que el dinero no alcanzaba y empezó a mirar hacia la hostelería nocturna y, después, hacia los clubes de alterne.
En O Barco de Valdeorras encontró una especie de estabilidad precaria. Vivía en ese piso del centro y trabajaba en el club Osiris, un local de carretera muy conocido en la zona, adonde acudían clientes de toda la comarca. Tanto ella como una de sus compañeras, Fátima A., de origen nigeriano, estaban vinculadas laboralmente a ese club según la investigación de la Guardia Civil. Leticia mandaba dinero de forma regular a su familia y estaba obsesionada, según testigos del juicio, con ahorrar para regresar a Paraguay definitivamente: quería comprar un billete de vuelta y hacer un envío importante justo el día en que la encontraron muerta.
La noche del 9 al 10 de septiembre de 2021 fue, en apariencia, una más en el calendario del club Osiris. Leticia y Fátima trabajaron juntas hasta la madrugada y regresaron al piso que compartían entre las 4:00 y las 4:20 de la mañana. Días antes, algunos vecinos habían visto a Leticia forcejeando en la calle con una persona encapuchada al bajar de un taxi, posible expareja conflictiva según varios testimonios, un incidente que alimentaría desde el principio la teoría de que alguien externo al piso podía estar detrás de lo que iba a ocurrir.
Lo que pasó entre las cuatro y las seis de la madrugada se reconstruiría después en la Audiencia Provincial de Ourense. La acusación sostiene que, ya en la vivienda, comenzó una discusión en la habitación de Leticia que derivó en un forcejeo: golpes, resistencia, muebles movidos. En algún momento de ese enfrentamiento, Fátima habría presionado la cara de Leticia con un objeto blando hasta cortarle la respiración, además de provocarle un traumatismo en la cabeza, según el jurado. Horas más tarde, hacia las 14:25, la propia Fátima llamó a emergencias, intentó reanimar a su compañera y habló de robo, de terceros, de una escena que los sanitarios y la Guardia Civil vieron desde el primer momento como algo más que una muerte súbita.
La autopsia confirmó lo que ya sugería el piso: la muerte de Leticia Magalí Sanabria fue violenta, por asfixia, con lesiones compatibles con un ataque intencionado. La Unidad Orgánica de Policía Judicial de la Guardia Civil de Ourense asumió la investigación bajo el nombre de Operación Horus. Dos meses después, el 16 de noviembre de 2021, se produjo el primer gran golpe: la detención de dos mujeres como presuntas autoras, F.A., de nacionalidad nigeriana, y A.L.V., brasileña, ambas compañeras de piso y de trabajo de “Rosi”. Empezaba a dibujarse un posible móvil incómodo: dinero, celos, rencillas entre “amigas” en un entorno de explotación sexual.
Mientras Galicia intentaba entender qué había pasado en aquel piso, al otro lado del Atlántico la noticia cayó como un mazazo. Los medios paraguayos contaron que Leticia había viajado a España “para ayudar a su familia” y que llevaba tres años enviando remesas desde Europa. Su cuerpo fue repatriado y enterrado en Yby Yaú, en una despedida que mezcló velas, banderas paraguayas y una rabia sorda hacia un país que le había ofrecido trabajo, pero no protección. El Congreso paraguayo emitió incluso una declaración unánime pidiendo al Ministerio de Relaciones Exteriores que acompañara a la familia y presionara a España para el esclarecimiento total del feminicidio de la connacional Leticia Magali Sanabria.
La instrucción en el Juzgado de O Barco de Valdeorras fue larga y llena de giros. Una de las dos detenidas, la mujer brasileña, pasó más de un año en prisión preventiva hasta que, ante la falta de pruebas en su contra, la jueza archivó la causa respecto a ella y salió en libertad, quedando Fátima como única acusada. La Voz de Galicia hablaba en 2024 de “las incógnitas de la muerte de Leticia Sanabria”: un piso con señales de pelea, un entorno marcado por la prostitución y, sobre todo, la sombra insistente de la posible participación de terceras personas, como aquella figura encapuchada vista días antes.
Con el sumario casi cerrado, empezó a perfilarse un triángulo oscuro detrás del crimen de Leticia Magalí Sanabria: celos, envidia y dinero. La joven paraguaya, de carácter discreto pero decidido, ganaba más que su compañera porque trabajaba más horas y tenía más clientes, y enviaba una parte importante a su familia. Según un testigo, Fátima le debía alrededor de 10.000 euros, una cifra enorme para dos mujeres que vivían de noches largas y billetes en efectivo. Los investigadores añadieron otro dato: la acusada consumía drogas con frecuencia y le pedía dinero a Leticia que no siempre devolvía. En ese caldo de cultivo, cualquier discusión en la madrugada podía convertirse en chispa.
El juicio por el crimen de Leticia Sanabria arrancó en marzo de 2025 en la Audiencia Provincial de Ourense, con jurado popular. Tres años y medio después de la muerte, Fátima A. se sentaba en el banquillo acusada de homicidio. Durante cinco jornadas, el tribunal escuchó a testigos, forenses y guardias civiles. Una amiga de Leticia, que había estado en prisión preventiva más de un año antes de ser exculpada, relató entre lágrimas cómo la llamaron al piso, cómo intentó reanimarla y cómo vio las marcas en el cuello y la sangre en los labios. Los agentes explicaron que el móvil de Leticia se movió de la habitación a la cocina cuando, según sus cálculos, ella ya había fallecido, y los peritos detallaron que se halló ADN de Fátima en una fregona, en una diadema y en la mano derecha de la víctima.
El 31 de marzo de 2025 llegó el veredicto: por mayoría, el jurado declaró a Fátima culpable de un delito de homicidio con agravante de abuso de superioridad, descartando tanto la tesis de asesinato con alevosía como la de la defensa, que insistía en la intervención de un tercero. Siete de los nueve miembros consideraron probado que, entre las cuatro y las seis de la mañana del 10 de septiembre de 2021, ambas mujeres iniciaron una pelea en el piso, que Leticia intentó resistir y que Fátima terminó imponiéndose físicamente hasta causarle la muerte por asfixia. El fiscal elevó su petición a 13 años de prisión y 150.000 euros de indemnización; la acusación particular, en nombre de la familia, pide 14 años y 200.000 euros. La defensa reclama una pena máxima de 10 años y ha anunciado recurso.
Más allá de las cifras, el caso Leticia Magalí Sanabria ha dejado heridas profundas en Valdeorras y en Paraguay. En Galicia, su nombre se ha convertido en símbolo de las zonas grises de la explotación sexual: mujeres migrantes, pisos compartidos, clubes de carretera y una violencia que muchas veces queda escondida tras cortinas rojas y luces de neón. Informes como el de Feminicidio.net la incluyen en el listado de feminicidios y otros asesinatos de mujeres de 2021; en Paraguay, su familia sigue repitiendo que “solo quería trabajar y volver”, mientras se aferra a una justicia que llega tarde y que nunca será suficiente.
Hoy, cuando alguien busca “caso Leticia Sanabria O Barco de Valdeorras”, encuentra una cronología de titulares: joven paraguaya hallada muerta en su piso, dos amigas detenidas, años de instrucción, una de ellas exculpada, juicio con jurado popular, veredicto de homicidio. Pero entre esos renglones siguen abiertos otros interrogantes: ¿pudo alguien más entrar en ese piso aquella noche? ¿Hasta qué punto el dinero y la precariedad empujaron las relaciones entre Leticia y su entorno a un punto sin retorno? ¿Qué habría pasado si alguien hubiera escuchado antes las señales de miedo y tensión que cuentan ahora los testigos?
Porque la historia de Leticia Magalí Sanabria no es solo la de una muerte en un piso pequeño del interior de Galicia: es la de una mujer joven que salió de Yby Yaú para cuidar a los suyos y terminó atrapada entre noches de trabajo, deudas ajenas y “amistades” que se volvieron amenaza. Es también la de cientos de chicas migrantes que caminan por ciudades que no son las suyas, trabajando en lugares donde casi nadie pregunta demasiado, mientras esperan juntar lo suficiente para volver a casa. ¿Cuántas Leticia más están contando ahora mismo los días que faltan para ese billete de regreso sin imaginar que, a veces, el verdadero peligro no está en la carretera ni en el país lejano, sino en la puerta del cuarto que comparten con quien llaman amiga?
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