La mañana del sábado 12 de noviembre de 2022, en Santander, empezó con una rutina que parecía inofensiva: un chico joven, el perro, el barrio todavía medio dormido. Era Martín Fyrla Ruiz, veintitantos años, vecino de la ciudad, el que sacaba a Silver a pasear antes de que el día arrancara del todo. Horas después, su nombre estaría ligado para siempre a los acantilados de Cueto y a una pregunta que sigue sin respuesta: ¿qué pasó realmente aquella mañana en la costa norte de Cantabria?
Quienes le conocían le llamaban Martín o “Yogui”: amante de los Beatles y los Rolling Stones, reservado pero sensible, con esa mezcla de timidez y mundo interior que a veces hace que uno se sienta descolocado entre los demás. Su hermano Adrián —conocido DJ en la escena electrónica— lo describía en radio como una persona muy inteligente y muy sensible, alguien que a menudo sentía que no terminaba de encontrar su lugar. Esa fragilidad, sumada a un momento complicado a nivel personal, es un telón de fondo que la familia no esconde… pero tampoco permite que defina por completo su historia.
Aquella mañana, según relató Adrián, Martín sacó temprano al perro, volvió a casa y, después, dijo que se iba a dar un paseo. Nada más. Sin mochila, sin móvil, sin documentación, sin ropa de recambio: “salió con lo puesto”. Era algo que no resultaba raro en él: le gustaba caminar por la zona de Cueto, despejarse cerca del mar, y no era extraño que terminara metiéndose en el agua, incluso en días que otros considerarían poco apropiados para un baño. Esa costumbre cotidiana es la que convierte todo lo que vino después en algo todavía más inquietante.
En paralelo a ese paseo, el 112 recibió una llamada desde la zona de acantilados de Cueto. Un vecino decía ver a un joven aferrado a unas rocas, con dificultades para salir del agua, en un día de mar muy revuelta. Cuando los servicios de emergencia llegaron, no había ni rastro de la persona que pidió ayuda ni del supuesto bañista en apuros. El episodio quedó flotando como un incidente extraño… hasta que, al día siguiente, la familia denunció la desaparición de Martín y todas las piezas empezaron a encajar de forma demasiado perturbadora.
El domingo 13 de noviembre, por la tarde, se formalizó la denuncia por desaparición. Desde ese momento, el caso de Martín Fyrla Ruiz dejó de ser solo preocupación familiar para convertirse en alerta pública. La asociación SOS Desaparecidos difundió su ficha: varón, 1,80 de estatura, complexión delgada, pelo largo y rizado, perilla, gafas de sol casi permanentes. Vestía pantalón rojo, sudadera gris oscura y zapatillas azules y amarillas. El cartel añadía dos palabras que pesan como una losa: “persona vulnerable”.
El Gobierno de Cantabria activó un dispositivo de búsqueda en la zona de Cueto, un lugar tan espectacular como traicionero, muy conocido entre surfistas por la ola de La Vaca Gigante. Salvamento Marítimo, Guardia Civil y medios aéreos peinaron la costa y el mar cercano mientras el tiempo jugaba en contra: esos días se registró mar de fondo, alerta naranja y olas de hasta cuatro y cinco metros, condiciones capaces de borrar huellas en segundos y de convertir cualquier rescate en una carrera casi imposible.
Tres días después, llegó el hallazgo que cambiaría el tono de la búsqueda. En una zona de rocas, cerca del agua, aparecieron cuidadosamente colocadas una sudadera y unas zapatillas. La familia confirmó enseguida que eran de Martín: las mismas prendas que llevaba cuando salió de casa. No había rastro del pantalón ni del resto de su ropa, ni de su cuerpo. Desde ese momento, la hipótesis principal fue la de un baño en el mar que terminó en tragedia, aunque sin escenario visible ni testigos directos que pudieran reconstruir el minuto a minuto.
Mientras el mar se convertía en el gran sospechoso, surgió la figura de un testigo clave: la persona que llamó al 112 habló de un joven agarrado a una roca, luchando contra las olas. Días más tarde, un reportaje de prensa retomó esa pista y se preguntaba si aquel bañista era realmente Martín, visto nadando mar adentro en un día en que nadie en su sano juicio se habría lanzado al agua por ocio. La duda se instaló en Cantabria: ¿accidente, gesto desesperado o algo que no encaja del todo en ninguna de las dos etiquetas?
Adrián, el hermano, se convirtió en la voz pública del caso. En entrevistas, repetía una idea tan dura como clara: están preparados para cualquier desenlace, pero necesitan saber qué pasó. “El 99% es obvio lo que ha ocurrido. Queda un 1%, pero hasta que no veamos lo que haya que ver, dentro o fuera del mar, no vamos a parar”, explicó en COPE. De lo que sí se mostraba convencido es de que Martín no se lanzó desde lo alto del acantilado: en esa caída, decía, “no habría salido con vida”, y la combinación de ropa encontrada y llamada al 112 encajaba más con un baño que se torció que con un salto al vacío.
Alrededor, como siempre ocurre, las teorías empezaron a multiplicarse. Algunos amigos hablaban de un ánimo bajo, de un momento emocionalmente frágil, y no faltaron quienes interpretaron la escena como una posible decisión de no regresar. Otros, en cambio, se aferraban a la idea de un accidente: un chico acostumbrado a nadar en esa zona que, esta vez, subestimó la fuerza del mar. Incluso hubo voces en foros que insinuaban paralelismos inquietantes con otros desaparecidos junto a acantilados del norte, pero la realidad es que, hasta hoy, no hay indicios sólidos de intervención de terceras personas en el caso de Martín.
Lo cierto es que el Cantábrico puede ser un cómplice implacable del silencio. El mismo helicóptero que buscaba a un pescador desaparecido en Laredo siguió, días después, rastreando la costa de Santander en busca de cualquier señal de Martín: un cuerpo, una prenda, un rastro mínimo que permitiera a la familia dejar de vivir en ese limbo que hay entre la esperanza y la certeza de una pérdida. Pero los barridos terminaron sin resultados, y, con el tiempo, los dispositivos especiales se retiraron.
A diferencia de otros casos, aquí no hubo hallazgo final que cerrara el círculo. No hay acta de defunción, ni escena reconstruida, ni un lugar concreto donde llevar flores. En 2025, el nombre de Martín Fyrla Ruiz sigue apareciendo en la lista de desaparecidos de Cantabria de SOS Desaparecidos, con la misma descripción, la misma ropa y la misma palabra al final: “persona vulnerable”. Para la administración es un expediente abierto; para la familia, es un reloj detenido en la mañana en la que salió a “dar una vuelta” y nunca regresó.
En los debates sobre desapariciones, se repite a menudo que algunos nombres ocupan horas de televisión y otros apenas un párrafo en prensa local. El de Martín se quedó, durante mucho tiempo, en ese segundo grupo: alguna pieza en la radio regional, notas en medios de Cantabria, menciones en artículos sobre personas desaparecidas en España, y poco más. Detrás del silencio mediático, sin embargo, sigue habiendo una familia que se niega a dejar que el mar y el olvido le borren por completo.
Hoy, cuando alguien busca “desaparición de Martín Fyrla en Santander” o “joven desaparecido en los acantilados de Cueto”, lo que encuentra son retazos: el paseo con el perro, la llamada al 112, la sudadera y las zapatillas sobre la roca, el mar embravecido, un hermano que utiliza sus redes para mantener vivo el recuerdo. No hay imagen del después. No hay desenlace oficial. Solo un vacío que se llena de hipótesis, miedos y ese 1% al que se aferra quien aún quiere creer que quizá el mar no se lo llevó todo.
Y ahí está, al final, la pesadilla silenciosa del caso de Martín Fyrla Ruiz: la de una persona joven que sale de casa sin teléfono ni planes complicados y se disuelve en un paisaje hermoso y letal, mientras los demás seguimos pasando por acantilados, playas y paseos marítimos sin imaginar cuántas historias se han quedado atrapadas entre las olas. Si alguna vez te encuentras tan desbordado como para mirar al mar como salida, habla, pide ayuda, agárrate a alguien antes que a una roca. Porque, aunque el Cantábrico pueda tragarse cuerpos y pistas, lo que más devora —cuando nadie rompe el silencio— son las respuestas que nunca llegan.
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