La mañana del 13 de marzo de 2019 parecía una más en la vida de Janet Jumillas: papeles, gestiones y la promesa de volver pronto a casa. Tenía 39 años, vivía en Viladecans, era madre de dos niños y ese día condujo hasta la oficina de la Agencia Tributaria en Cornellà de Llobregat, Barcelona, para resolver un trámite sencillo. Aparcó el coche cerca del edificio, hizo la gestión y, al salir, dejó un mensaje de voz a su sobrino: en unos 30 minutos estaría en casa. Ese audio se convirtió en la última huella en vida de la mujer cuya desaparición sacudiría a toda Catalunya y acabaría transformándose en el conocido caso Janet Jumillas.
Detrás de ese nombre que luego llenaría titulares había una vida cotidiana: una vecina de Viladecans que se movía entre el trabajo, las obligaciones familiares y una red de parientes y amistades muy unida. Nadie en su entorno describía a Janet como alguien que se marchara sin avisar: estaba pendiente de sus hijos, de los horarios, de esos compromisos que forman la columna vertebral de cualquier familia. Esa normalidad fue precisamente lo que encendió todas las alarmas cuando, después de aquel mensaje, no apareció ni en casa ni en ninguna de las citas que tenía pendientes.
Según la reconstrucción del sumario, tras salir de Hacienda Janet no fue directamente a Viladecans. Todo apunta a que caminó apenas unos metros hasta un piso de la misma zona, el ático de un conocido suyo: Aitor G.P., 32 años, que vivía de alquiler muy cerca de donde ella había aparcado. La hipótesis policial que pronto ganaría fuerza es tan prosaica como escalofriante: Janet habría acudido a ese piso para reclamarle una deuda de dinero a alguien en quien confiaba lo suficiente como para subir a su casa sola, a plena luz del día.
Cuando no llegó a la cita familiar y su móvil comenzó a dar señal sin respuesta, la inquietud se convirtió en pánico. La familia denunció su desaparición ese mismo 13 de marzo y, en cuestión de horas, el caso pasó a la Unidad Central de Personas Desaparecidas de los Mossos d’Esquadra. Los agentes descartaron rápidamente una fuga voluntaria: ni movimientos bancarios, ni billetes, ni señales de una marcha planificada. El coche apareció inmóvil en la zona de Cornellà, muy cerca de la oficina de Hacienda y a escasos metros del edificio donde vivía Aitor. El “paradero desconocido” de Janet empezaba a oler a algo mucho peor.
Durante días, la desaparición de Janet Jumillas fue exactamente eso: un misterio angustioso. Se revisaron cámaras, se rastrearon áreas de Cornellà y Viladecans, se habló con amigos, vecinos, compañeros. Entre los nombres que aparecieron una y otra vez en las comunicaciones de Janet en los días anteriores figuraba el de Aitor G.P., un conocido vinculado a pequeños trapicheos que, sin ser pareja ni ex, formaba parte de su círculo cercano. Fue citado en comisaría el 21 de marzo y, según el auto, sus respuestas estuvieron llenas de contradicciones: dijo haberla visto, luego lo negó, movió horarios… y empezó a despertar todas las sospechas.
A partir de ese momento, el caso dejó de ser una simple desaparición para convertirse en una investigación criminal en toda regla. Los Mossos sometieron a vigilancia a Aitor y sus movimientos empezaron a hablar. El día 21 de marzo lo grabaron tirando varias bolsas de basura en un contenedor: cuando las recuperaron, dentro había mochos de fregona empapados en restos rojizos, cristales de unas gafas que resultaron ser de Janet y una cuerda con cabellos compatibles con la víctima. En su piso, además, se detectaron restos biológicos de la mujer en el suelo y las paredes, algunos sectores recién repintados como si alguien hubiera intentado borrar una escena que ya estaba escrita.
El 7 de mayo de 2019 la investigación dio un salto definitivo: se detuvo a dos hombres relacionados con el entorno de Janet, uno de ellos Aitor, señalado ya como principal sospechoso. Dos días después, el juez ordenó su ingreso en prisión provisional, acusado de homicidio con ocultación de cadáver, mientras el otro detenido quedaba en libertad provisional por posible encubrimiento. Para la familia, que seguía sin saber dónde estaba Janet, la noticia era un golpe doble: todo apuntaba a que ya no la encontrarían con vida, y que alguien a quien ella conocía podía estar detrás de lo ocurrido.
El cuerpo de Janet Jumillas apareció casi dos meses después. El 21 de mayo, unos operarios que trabajaban en un solar vallado por obras en El Prat de Llobregat encontraron, en una especie de fosa, una figura humana cubierta con mantas, plásticos y maleza. Avisaron a los Mossos, y las primeras sospechas se dispararon de inmediato: por la ropa, por la complexión, por el lugar. Pocas horas más tarde, la identificación dactilar confirmó lo que todos temían: esa mujer hallada en un agujero improvisado era la vecina de Viladecans desaparecida el 13 de marzo.
La autopsia no dejó lugar a dudas sobre la violencia desatada contra ella. Los forenses describieron múltiples golpes en la cabeza con un objeto contundente y una herida profunda en la zona del cuello producida por un instrumento cortante, lesiones que afectaron vasos sanguíneos vitales y le provocaron una pérdida masiva de sangre. No hubo oportunidad de auxilio ni margen para reaccionar: la secuencia apuntaba a un ataque rápido, directo a zonas mortales, que acabó con la vida de Janet en el interior de la vivienda de Cornellà antes de que su cuerpo fuera trasladado y ocultado en el descampado de El Prat.
Con el secreto de sumario levantado, empezaron a conocerse más detalles del llamado crimen de Janet Jumillas. Los investigadores sostuvieron que el detonante habría sido una discusión por una deuda: ella habría acudido de forma voluntaria al ático de Aitor para reclamarle dinero, y allí la tensión subió de nivel hasta que él la agredió de forma sorpresiva, sirviéndose de uno o varios cuchillos y golpeándola en la cabeza. Después, según las pruebas, limpió frenéticamente el piso con lejía, repintó zonas manchadas, colocó una televisión en la pared donde se concentraban los restos rojizos e intentó desviar la geolocalización del móvil para construir una coartada imposible.
Entre 2019 y 2022 el caso siguió su curso en los juzgados. El sumario se fue engordando con informes periciales, análisis de restos, reconstrucciones digitales y testimonios de familiares y vecinos que terminaban siempre en el mismo punto: Janet entró en aquel piso y nunca salió por sus propios medios. Aitor, sin embargo, mantuvo otra historia: aseguró que la mujer había marchado viva, llegó a acusar a una supuesta pareja desconocida y trató de presentar su consumo de drogas como atenuante de sus actos. Ni los indicios físicos ni la lógica de los tiempos avalaban esa versión.
El juicio por el asesinato de Janet Jumillas arrancó el 9 de diciembre de 2022 en la Audiencia de Barcelona, ante un tribunal con jurado popular. La Fiscalía pidió 19 años de prisión por asesinato con alevosía y ocultación de cadáver; la acusación particular, en nombre de la familia, reclamó 25 años; la defensa, la pena mínima, 15 años, insistiendo en que no había habido planificación ni ventaja. Durante las sesiones se proyectaron imágenes del acusado tirando las bolsas con pruebas, se explicó el patrón de las heridas, se habló del rastro biológico en la vivienda y del traslado del cuerpo hasta El Prat. La escena que aquella mañana de marzo nadie vio, iba reconstruyéndose pieza a pieza sobre la mesa del jurado.
El 20 de diciembre de 2022 llegó el veredicto: por unanimidad, el jurado declaró a Aitor G.P. culpable de asesinar a Janet Jumillas el 13 de marzo de 2019 en Cornellà y de esconder su cuerpo en un solar de El Prat. El 10 de enero de 2023, la Audiencia de Barcelona fijó la condena: 17 años de prisión, cinco años de libertad vigilada tras cumplir la pena y una indemnización total de 488.000 euros para la familia de la víctima. Ni la supuesta influencia de las drogas ni el relato de la “pareja misteriosa” convencieron al tribunal, que subrayó que Janet fue atacada por sorpresa con un arma punzante en zonas vitales, sin posibilidad de defensa.
Aitor recurrió la sentencia, pero el 10 de mayo de 2023 el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya confirmó íntegramente el fallo: 17 años de cárcel por asesinato y ocultación del cuerpo, la misma indemnización y los cinco años de control posterior. El alto tribunal remarcó que el ataque fue repentino, dirigido a la zona cervical, con lesiones que provocaron un colapso hemorrágico, y que la víctima, de 39 años y madre de dos niños, nunca tuvo oportunidad de prever lo que iba a ocurrir ni de defenderse. El caso Janet Jumillas quedaba así cerrado judicialmente, aunque la herida en Viladecans y Cornellà sigue abierta.
Hoy, el nombre de Janet aparece en informes de violencia contra las mujeres, en listados de feminicidios y en concentraciones donde se repite una consigna que su familia conoce demasiado bien: ninguna gestión cotidiana debería terminar en una fosa anónima. Organizaciones como feminicidio.net han documentado su caso como el de una mujer asesinada por alguien de su entorno por motivos económicos, una deuda que jamás justificará lo que ocurrió en aquel ático de Cornellà. Para sus hijos, sus padres y sus sobrinos, el tiempo desde ese 13 de marzo quedó partido en dos: antes de la desaparición y después del hallazgo en El Prat.
Al final, el caso de Janet Jumillas es la pesadilla de cualquiera que sale de casa pensando que vuelve en media hora: un recado, un trámite, una parada rápida para hablar con alguien de confianza. ¿Cómo se digiere que un paseo a Hacienda derive en una discusión, un ataque brutal y un cuerpo oculto bajo lonas y escombros? ¿Cuántas veces hemos pasado, sin saberlo, junto a portales, solares o contenedores que guardan secretos como el de Janet, mientras repetimos eso de “no te preocupes, en un rato estoy de vuelta”? En Cornellà y Viladecans, cada vez que alguien recuerda su voz diciéndole a su sobrino “media hora”, el reloj se queda detenido justo ahí: en el momento exacto en que una vida corriente se convirtió, para siempre, en expediente judicial y en advertencia silenciosa sobre lo que puede esconderse detrás de una simple deuda y una puerta que se cierra.
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