El disparo invisible en La Sapienza: el enigma interminable del caso Marta Russo


El 9 de mayo de 1997, poco antes del mediodía, en la Ciudad Universitaria de La Sapienza, en Roma, dos estudiantes de Derecho caminaban por un tranquilo vial entre las facultades de Estadística, Ciencias Políticas y Jurisprudencia. Una se llamaba Jolanda. La otra, Marta Russo, 22 años. De repente, un ruido seco, como amortiguado. Marta se desplomó sin entender qué estaba pasando. Nadie vio a ningún agresor, nadie vio un arma. Solo más tarde se sabría que un único proyectil, calibre .22, había cambiado para siempre la historia de la universidad más grande de Italia. 

Marta había nacido en Roma en 1975. Estudiaba Derecho, era aplicada, muy cercana a su familia y, además, había sido campeona regional de esgrima en el Lacio: la precisión y la disciplina formaban parte de su vida cotidiana. Aquel viernes de primavera no era distinto a tantos otros: clase, paseo con una amiga, planes de exámenes y futuro. Ningún conflicto conocido, ningún enemigo, ningún motivo aparente para que alguien quisiera hacerle daño. Quizá por eso, el impacto de su caso fue tan brutal para la opinión pública italiana: si podía ocurrirle a Marta, podía ocurrirle a cualquier estudiante caminando entre clases. 

El proyectil la alcanzó en la zona de la nuca, detrás de la oreja, y se fragmentó en varios pedazos, causando daños neurológicos irreversibles. Marta fue trasladada de urgencia al cercano Policlinico Umberto I, llegó en coma y nunca volvió a despertar. Cinco días después, el 14 de mayo de 1997, los médicos declararon la muerte cerebral de la joven. Su familia autorizó la donación de órganos, mientras fuera el país entero seguía la noticia con una mezcla de incredulidad e indignación: una estudiante universitaria había perdido la vida dentro del campus, a plena luz del día y por un disparo que nadie sabía de dónde había salido. 


La investigación arrancó en medio de un clima de histeria mediática. Periódicos y televisiones bautizaron el caso como “el delito de La Sapienza” y convirtieron la muerte de Marta Russo en un símbolo de inseguridad y misterio. Durante semanas se habló de todas las hipótesis imaginables: un “delito perfecto” cometido sin dejar rastro, un ajuste de cuentas equivocado, un posible atentado, incluso la acción de grupos extremistas. La policía llegó a inscribir a unas cuarenta personas en el registro de investigados, desde personal de la universidad hasta estudiantes, bibliotecarios y profesores, sin lograr encajar un móvil claro ni una reconstrucción sólida. 

Con el tiempo, el foco de los investigadores se fue estrechando sobre un punto concreto: el Instituto de Filosofía del Derecho, y en particular el aula VI, con vistas al vial donde cayó Marta. Una funcionaria, Gabriella Alletto, y la joven investigadora Maria Chiara Lipari, hija de un prestigioso catedrático, hablaron de un ambiente “extraño” aquel día dentro del instituto y terminaron mencionando nombres de compañeros y superiores. Sus relatos, fragmentados, cambiantes y obtenidos tras interrogatorios muy intensos, se convirtieron en la piedra angular de la acusación, pese a las dudas que ya entonces despertaban en parte de la defensa y de la opinión pública. 

De aquellas declaraciones nacieron las primeras detenciones sonadas. El director del instituto, el filósofo del Derecho Bruno Romano, llegó a ser arrestado por favorecimiento y puesto bajo arresto domiciliario, para luego ser completamente exonerado. Después, el foco se centró en dos jóvenes asistentes de la cátedra de Filosofía del Derecho, Giovanni Scattone y Salvatore Ferraro, y en un ujier del centro, Francesco Liparota. La tesis que se instaló fue que desde una de las ventanas del instituto alguien había manipulado un arma de pequeño calibre y, por imprudencia o juego, había realizado un disparo que terminó alcanzando a Marta, que ni siquiera podía verlo. 


El primer gran juicio concluyó en 1999. La Corte de Asís de Roma condenó a Giovanni Scattone por homicidio imprudente agravado (no como agresión intencional) y posesión ilegal de arma de fuego, y a Salvatore Ferraro por favorecimiento personal. El tribunal sostuvo que Scattone habría efectuado el disparo mientras manipulaba la pistola sin medir el riesgo, y que Ferraro le habría ayudado a encubrir lo sucedido retirando el arma y guardando silencio. El resto de acusados, incluidos Romano y otros miembros del instituto, fueron absueltos. Ya entonces, sin embargo, expertos en balística y algunos observadores señalaban contradicciones entre la trayectoria del proyectil, la posición del aula y la versión ofrecida por la testigo principal. 

La batalla judicial fue larguísima. En 2001, un tribunal de apelación confirmó las condenas y, de hecho, endureció las penas: 8 años para Scattone, 6 para Ferraro y 4 para Liparota, al que también se condenó por favorecimiento. Pero ese mismo año, la Corte de Casación anuló completamente esa sentencia de apelación, señalando que muchas pruebas resultaban “ilógicas” y “contradictorias” y que el veredicto se apoyaba en “bases de arena”, especialmente en las declaraciones de Alletto y Lipari. Ordenó repetir el juicio de segunda instancia. En 2002, un nuevo tribunal de apelación volvió a condenar a los dos asistentes, esta vez con penas más bajas, ya sin el apoyo de peritajes balísticos sólidos y basándose casi exclusivamente en los testimonios. 

El cierre penal llegó el 15 de diciembre de 2003. La Quinta Sección Penal de la Corte de Casación absolvió de forma definitiva a Liparota y confirmó la culpabilidad de Scattone y Ferraro, pero modificando de nuevo las penas: 5 años y 4 meses para Giovanni Scattone por homicidio imprudente agravado y 4 años y 2 meses para Salvatore Ferraro por favorecimiento personal. El delito quedó definitivamente definido como no intencional: según la versión recogida en la sentencia, el asistente habría disparado para “probar” el arma sin ser plenamente consciente del peligro, y su colega le habría ayudado después a ocultar todo rastro. Ambos siguieron proclamándose inocentes. 


El caso, lejos de apagarse, se convirtió en un campo de batalla entre visiones opuestas de la justicia. Durante el procedimiento saltó un escándalo cuando se difundió el vídeo de un interrogatorio especialmente duro a Gabriella Alletto: el propio primer ministro Romano Prodi criticó públicamente los métodos de la fiscalía, y se abrió un expediente por abuso de poder y violencia privada contra los dos fiscales del caso, que finalmente fueron archivados. El Parlamento llegó a debatir el uso de los servicios secretos en la investigación, y años más tarde algunos juristas y periodistas hablarían del “caso Marta Russo” como ejemplo de proceso construido a base de presión sobre testigos y de una relación peligrosa entre justicia, policía y medios. 

Para la familia de Marta, en cambio, la verdad es la de las sentencias. Sus padres, Donato y Aureliana, y su hermana Tiziana han defendido siempre que la justicia identificó correctamente a los responsables. En 2011, un tribunal civil de Roma condenó a Scattone y Ferraro a indemnizar a los familiares de la joven con cerca de un millón de euros en total, y excluyó cualquier responsabilidad de la Universidad La Sapienza por lo ocurrido. En 2013, la Corte de Casación confirmó la obligación de pago de gastos de juicio y detención, especialmente para Ferraro, argumentando que no se encontraba en situación de indigencia. Para los Russo, cada intento de presentar a los condenados como víctimas de error judicial es un nuevo golpe. 

Tras cumplir sus penas —una parte en prisión, otra en arresto domiciliario y trabajos sociales—, los dos protagonistas del caso intentaron rehacer sus vidas entre polémicas. Giovanni Scattone, jurista y filósofo del derecho, comenzó a trabajar como profesor suplente de instituto. Cada vez que se conocía su contratación, se desataban campañas y protestas. En 2011 obtuvo una plaza en el liceo Cavour de Roma, el mismo donde había estudiado Marta, y la presión mediática fue tan intensa que renunció al puesto. Años después volvería a enseñar en otros centros. Ferraro, por su parte, ha trabajado como jurista, colaborando incluso en el Parlamento y publicando textos sobre el sistema penitenciario. Para unos, son delincuentes rehabilitados que ya pagaron; para otros, la imagen misma de un fallo judicial que aún escuece. 


Casi tres décadas después, el caso Marta Russo sigue generando libros, documentales y debates encendidos. En 2022, el histórico programa judicial italiano Un giorno in pretura dedicó una larga entrega al “delito de La Sapienza”, revisando testigos, peritajes y sombras del proceso. En 2024, el medio Il Post publicó un extenso reportaje repasando las pericias, las contradicciones balísticas y la fragilidad de algunas pruebas científicas. Artículos recientes, como los de Misteri d’Italia en 2025 o editoriales en Il Dubbio, han llegado a hablar de “uno de los errores judiciales más inquietantes de la Italia contemporánea” y a plantear, incluso, la posibilidad de reabrir el caso ante la persistencia de dudas sobre lo que ocurrió realmente aquel 9 de mayo de 1997. 

El legado del caso trasciende el expediente penal. Para muchos italianos, “el caso Marta Russo” es un símbolo de cómo un hecho brutalmente azaroso puede desnudar las costuras del sistema: el peso de los medios en las investigaciones, la fragilidad de la memoria de los testigos sometidos a presión, los límites de la ciencia forense y el difícil equilibrio entre la necesidad de una respuesta y la obligación de no construirla sobre terreno inestable. A día de hoy, nadie ha logrado explicar de forma plenamente convincente por qué alguien estaba manipulando un arma en una facultad de Filosofía del Derecho ni que sentido tenía ese disparo hacia un vial lleno de estudiantes. El móvil sigue siendo, en buena medida, un hueco en blanco. 


Porque, al final, el caso de Marta Russo es la historia de una joven que caminaba hacia su futuro y de un disparo que nadie vio venir, pero también la historia de un país que se miró al espejo y no le gustó lo que vio en sus juzgados, en sus comisarías y en sus platós de televisión. ¿Fue realmente un accidente imprudente, tal y como recoge la “verdad” judicial, o hubo algo más que nunca se llegó a demostrar? ¿Cuántas otras Martas quedan atrapadas entre verdades procesales y verdades históricas, mientras sus nombres se repiten en documentales y libros, pero sus pasos, aquellos últimos pasos entre las facultades de La Sapienza, se pierden para siempre en un tramo de cemento donde la justicia y la duda aún caminan juntas?

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