La madrugada del 9 de enero de 2022, Paradinas de San Juan, un pueblo de apenas 400 habitantes en Salamanca, se fue a dormir como siempre… pero ya no volvió a ser el mismo. Iván Díaz Bustillo, 19 años, camarero conocido y querido en el bar del pueblo, salió del local diciendo que se iba a casa. Horas después, su coche aparecería fuera de la carretera CL-610, solitario sobre una finca de labor. Un día más tarde, su cuerpo sería localizado junto a la vía del tren, en otro pueblo y en otra provincia. Tres escenarios, dos días y una muerte que, a día de hoy, sigue sin una explicación que convenza a nadie.
Iván era “el chico normal” del pueblo: trabajaba detrás de la barra, se movía entre estudios, amigos y familia, sin antecedentes de problemas graves ni conflictos conocidos. En Paradinas lo definen como trabajador, alegre, de los que saludan a todo el mundo. Esa imagen de rutina es precisamente lo que hace que su historia duela tanto: no había un viaje planeado, ni una vida secreta, ni nada que encajara con la idea de desaparecer de forma voluntaria una madrugada de invierno.
La noche del sábado 8 al domingo 9 de enero, Iván estuvo en el bar del pueblo, El Quinto, donde había trabajado hasta hacía poco tiempo. Compartió horas con amigos, mirando el móvil más de lo habitual, según alguno de ellos, pero sin nada que pareciera fuera de lugar para un chico de su edad. Pasadas las 2:00–2:30 de la madrugada, comentó que se iba a casa. Fue la última vez que alguien lo vio con vida en Paradinas.
Los investigadores creen que, después de salir del bar, Iván sí llegó a pasar por la vivienda familiar. Allí aparecieron su cartera con la documentación y el teléfono móvil. Es decir: salió de nuevo de casa sin dinero, sin papeles y sin forma de comunicarse. En algún momento de esa madrugada cogió uno de los coches de la familia y dejó el pueblo en dirección a Peñaranda de Bracamonte por la CL-610. Por qué decidió conducir de noche, solo y sin móvil, es una de las primeras preguntas que nadie ha sabido responder.
Sobre las 6 de la mañana del domingo, varios conductores que circulaban por la CL-610 ya vieron un coche en una finca, a escasos metros de la calzada, con daños visibles. A las 11:45, una patrulla de la Guardia Civil de Tráfico confirmó la salida de vía en el punto kilométrico 95: el vehículo estaba siniestrado, pero dentro no había nadie. Llamaron al titular del coche, el padre de Iván, y las primeras gestiones se dirigieron a hospitales y centros de salud de la zona, por si el joven hubiera ido a pedir ayuda. Nadie lo había visto.
A mediodía, el “¿habéis visto a Iván?” ya corría por WhatsApp, Facebook y grupos de la zona. Familia, amigos y vecinos organizaron batidas desde el propio lugar del accidente: recorrieron tierras, caminos, casas abandonadas, pozos, regatos y las afueras de Paradinas en busca de cualquier pista. Se sumaron todoterrenos, quads, motos de cross, bicicletas, Cruz Roja, voluntarios de otros pueblos… La noche cortó la búsqueda sobre el terreno, pero no la sensación de que algo muy raro estaba ocurriendo.
El lunes por la mañana el dispositivo se multiplicó. Llegaron más patrullas de la Guardia Civil, un helicóptero del Instituto Armado con base en León empezó a sobrevolar un amplio perímetro y se incorporaron drones pilotados por bomberos voluntarios especializados. La Policía Local de Peñaranda peinó caminos de su término municipal. A media tarde, la familia esperaba incluso la llegada de un perro de rastreo. Todo el mundo miraba hacia la zona del coche, hacia las tierras de la CL-610. Nadie imaginaba que la respuesta estaba ya en otra provincia.
A las 18:07 de ese lunes 10 de enero, Adif informó de la interrupción del tráfico ferroviario entre Peñaranda y San Pedro del Arroyo (línea Ávila–Salamanca) por el “accidente de una persona en un punto no autorizado de paso” en el término de Gimialcón, Ávila. Un maquinista que cubría la ruta Salamanca–Madrid había visto un cuerpo junto a la vía y dio el aviso. El lugar estaba a unos 13–15 kilómetros en línea recta del punto donde había aparecido el coche de Iván. Al día siguiente, la autopsia y la identificación dactilar confirmaban lo que todos temían: el joven encontrado junto a la vía era Iván Díaz Bustillo.
Los primeros datos hablaban de un impacto con un vehículo, probablemente un tren, pero enseguida se supo que el convoy cuyo maquinista dio el aviso no había sido el que le alcanzó. El cuerpo estaba junto a la vía, no en el interior del coche, y la distancia entre el punto del accidente de tráfico y el lugar del hallazgo abría un abanico de incógnitas: ¿salió Iván caminando desorientado tras la salida de vía? ¿Alguien le recogió en la carretera? ¿Cómo recorrió tantos kilómetros sin teléfono, sin documentación y sin que nadie lo viera?
A partir de ese momento se abrieron dos caminos paralelos: el judicial, en el Juzgado de Arévalo primero y después en Peñaranda de Bracamonte, y el policial, en manos de la Unidad Orgánica de Policía Judicial de la Guardia Civil de Salamanca. Los agentes calificaron pronto el expediente como “extraño y complicado de investigar”: no solo debían aclarar qué pasó en la carretera aquella madrugada, sino también todo lo que ocurrió después, hasta que el cuerpo de Iván apareció junto a las vías, en otro término municipal y en otra provincia. Para ello, llegaron a hacer un “vuelco” completo de los datos del teléfono móvil del joven y a reconstruir minuto a minuto sus últimos movimientos conocidos.
Mientras los informes avanzaban a cámara lenta, la comarca se quedó suspendida en una mezcla de duelo e incredulidad. Paradinas de San Juan, donde todos se conocen, se negaba a aceptar la idea de una “muerte voluntaria” o de una simple fatalidad. En la prensa nacional, el caso de Iván empezó a mencionarse junto al de Esther López, la joven de Traspinedo, como ejemplo de esas desapariciones en Castilla y León donde el coche aparece en un punto y el cuerpo en otro, y donde los porqués se quedan flotando en el aire.
Con los meses llegaron las primeras filtraciones sobre la autopsia y las pesquisas: se hablaba de lesiones compatibles con un atropello y de la ausencia de indicios claros de intervención de terceros. Aun así, fuentes de la investigación seguían reconociendo “la complejidad del caso” y el carácter “poco habitual” de lo ocurrido. Para la familia, cada titular que hablaba de un accidente más era una punzada: necesitaban una narración completa, no solo una etiqueta.
El 25 de octubre de 2022 llegó el jarro de agua fría. El Juzgado de Primera Instancia e Instrucción nº1 de Peñaranda archivó la investigación judicial por la muerte de Iván. La decisión se basaba en un oficio de la Guardia Civil: “no se ha podido determinar la participación de terceras personas en los hechos”. Meses antes, el propio teniente coronel de la Comandancia de Salamanca ya había descartado públicamente que la muerte se debiera a una acción violenta por parte de otros. Sobre el papel, el caso quedaba cerrado sin culpables ni delito.
Hoy, el nombre de Iván Díaz Bustillo sigue vivo en las conversaciones de Paradinas y en los reportajes que lo citan como “la muerte sin aclarar del joven que desapareció tras un accidente de tráfico”. Oficialmente, la justicia no ha encontrado mano ajena detrás de lo ocurrido; oficiosamente, quedan demasiadas preguntas sin respuesta: por qué salió de casa sin móvil ni documentación, cómo terminó su coche en una finca sin que nadie lo viera abandonar el lugar, quién o qué le llevó 13 kilómetros más allá hasta una vía de tren en Gimialcón.
Porque el caso de Iván no es solo una salida de vía y un cuerpo junto a unas vías de tren; es la historia de un chico de 19 años que se despide de sus amigos en un bar de pueblo y, en menos de 48 horas, se convierte en un expediente archivado lleno de huecos. ¿Cuántas familias tienen que aprender a vivir con un “no se ha podido determinar” en lugar de una explicación completa? ¿Y cuántos casos como el de Iván Díaz Bustillo quedan suspendidos entre una versión oficial que habla de fatalidad y la sensación, difícil de apagar, de que falta una parte del relato que nadie —o quizá alguien sí— se atreve todavía a contar?
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