La tarde del 9 de marzo de 1997, Cristina Bergua Vera, 16 años, salió de su piso en el barrio de la Gavarra, en Cornellà de Llobregat, con la naturalidad de cualquier domingo. Llevaba vaqueros claros, chaqueta, una mochila pequeña y un plan que, en teoría, iba a cambiar su vida: ir a casa de su novio para terminar una relación que la familia consideraba tóxica. Tenía que volver a las diez de la noche. Esa hora se convirtió en una frontera invisible: la vida de los Bergua se detuvo ahí. Ningún vecino volvió a verla. Ningún sistema ha sabido explicar, casi tres décadas después, qué pasó en esas horas.
Cristina era la hija pequeña de Juan y Luisa, una adolescente de instituto, responsable, casera, que apenas empezaba a estirar las alas. Vivía con sus padres y su hermano en un piso de Cornellà y no era de las que se marchaban sin avisar: no se llevó ropa, ni dinero, ni las 50.000 pesetas que guardaban en casa, ni dejó pista de una fuga planeada. Lo que sí tenía era una relación muy cuestionada por su entorno: su novio, Javier Román, le sacaba diez años. Amigos y padres lo describían como celoso y controlador, hasta el punto de intentar convencerla durante meses de que lo dejara.
Ese domingo, Cristina les dijo a sus padres que “el día era para ella”. Por la tarde salió y, según contaría después su mejor amigo, su destino era la casa de Javier: había decidido romper con él y cerrar definitivamente esa etapa. A las 21:30, su hermano Germán regresó a casa… solo. Su padre, acostumbrado a la puntualidad de Cristina, empezó a ponerse nervioso: a las 22:00 ella seguía sin aparecer. Llamadas, comprobaciones rápidas, esa sensación de “algo no va bien”. Juan bajó a comisaría para denunciar la desaparición, pero los agentes aplicaron el protocolo de entonces: había que esperar 24 horas; “una chica de 16 años puede retrasarse un par de horas”, le dijeron.
En casa, Luisa hizo lo que hacen todas las madres cuando la lógica no basta: llamar a todas y cada una de las amigas de su hija. Fue David, el mejor amigo de Cristina, quien pronunció el nombre que lo cambiaría todo: le contó que ella había ido a casa de Javier para dejar la relación, que le tenía miedo, que era posesivo. Los padres no sabían ni dónde vivía exactamente ese hombre. Fue Germán quien fue a buscarlo. Javier lo recibió en su casa y le confirmó que había estado con la joven por la tarde, pero aseguró que, sobre las nueve, la había dejado en una carretera de Esplugues, “a cinco minutos de su casa”, y que no sabía nada más. Esa versión —sin testigos, sin rastro y con una hora de margen hasta el toque de queda familiar— sigue siendo hoy el corazón oscuro del caso.
Al día siguiente, la denuncia se aceptó formalmente y la desaparición de Cristina pasó a ser un caso policial. La familia empapeló Cornellà y alrededores con carteles, recorrió descampados, vertederos, taludes, habló con cualquiera que hubiera pasado por esa carretera de Esplugues aquella noche. Nadie recordaba haber visto a la chica. El padre llamó a Paco Lobatón y el rostro de Cristina apareció en ¿Quién sabe dónde?. A los pocos minutos de emisión, empezó el goteo de llamadas: decenas, cientos de supuestas pistas, testimonios cruzados… y una llamada que se les clavó en el alma. Una voz de chica, que ellos identificaron como la de su hija, dijo: “Papá, soy Cristina. Ven a buscarme” antes de colgar. La policía rastreó la línea hasta Manresa; resultó ser una limpiadora que se había hecho pasar por ella. Falsa esperanza convertida en una segunda agresión.
La investigación se centró muy pronto en Javier Román, no solo por ser la última persona conocida que la vio, sino por su actitud fría y distante ante la desaparición, según han contado los padres y recogieron varios medios. Fue interrogado hasta seis veces y, en cada ronda, repitió su relato con matices y contradicciones. En junio de 1997 decidió acudir al programa Cas Obert de Àngel Casas en TV3 para defenderse ante las cámaras. Allí explicó que dejó a Cristina en la carretera, sugirió que podría haberse ido a Andorra, insinuó problemas en casa… y llegó a afirmar que no supo que había desaparecido hasta tres días después, algo que la investigación desmintió. En directo, la madre de Cristina entró por teléfono para preguntarle por un moratón que su hija tenía en la cara; él lo llamó “chupetón”, ella insistió en que le dolía, que ella misma le puso hielo. Nunca fue acusado formalmente ni juzgado por la desaparición, pero desde entonces carga con la etiqueta mediática de “eterno sospechoso”, algo que él rechaza con gestos cada vez más hostiles cuando le preguntan.
Desesperado por la falta de avances, el padre contrató al detective privado Jorge Colomar. Su informe, aún hoy citado en muchos análisis, descartaba de plano la fuga voluntaria: Cristina no había manifestado intención de irse, no se había llevado ropa ni dinero, y la relación con sus padres era buena. El texto recogía amenazas previas de Javier que la chica habría contado a dos amigas y señalaba con un dedo muy claro: “no es casual que Cristina desaparezca la tarde que iba a romper su noviazgo; evidentemente, este tiene relación directa con la desaparición”. También sugería un posible escenario para el cuerpo: una zona de montaña conocida como “La Emisora”, por encima de Ciudad Diagonal, con una fuente donde habrían podido deshacerse de ella con ayuda de un amigo que tuviera coche. La policía rastreó esa área sin encontrar nada.
En la casa de Javier tampoco hubo hallazgos concluyentes. Un registro en profundidad comprobó que, al ser un bajo, el patio se comunicaba con el alcantarillado de Cornellà a través de un pozo. Agentes especialistas recorrieron cerca de tres kilómetros de túneles buscando restos, fibras, cualquier rastro de Cristina. No apareció nada. Sin cuerpo, sin arma, sin escena y sin confesión, la causa empezó a quedarse sin aire. Pero el caso estaba lejos de morir: a los pocos meses, un sobre llegó a comisaría con una única palabra escrita por fuera —“AYUDA”— y una carta dentro que aseguraba que Cristina había sido asesinada y que su cuerpo estaba en los contenedores de Cornellà.
A partir de esa carta, en abril de 1998 se organizó uno de los operativos más complejos que se recuerdan en el vertedero del Garraf. Los técnicos delimitaron un área de 100 metros cuadrados donde debía haber acabado la basura de Cornellà de aquellos días y comenzaron a remover toneladas de residuos. El coste se disparó por encima de los 100 millones de pesetas y, sin pistas claras, la búsqueda se suspendió. La presión social hizo que la Generalitat asumiera el mando: reabrió la operación, financió nuevos trabajos y consiguió localizar el estrato exacto de residuos de marzo de 1997. Allí llegó el golpe: los restos de aquella semana eran los únicos que faltaban; se encontraban sepultados a más de 30 metros de profundidad, mezclados con otras capas, en una zona a la que ya no se podía acceder con seguridad. En mayo de 1998, el caso se archivó por primera vez.
En 2002, el expediente pasó a manos de los Mossos d’Esquadra y de su Unidad Central de Personas Desaparecidas. Con nuevas técnicas de ADN, los agentes revisaron muestras antiguas, analizaron anónimos, compararon escrituras y reconstruyeron itinerarios. No hubo giro. En 2015 llegó otro mensaje fantasma: un correo electrónico enviado desde servidores ocultos señalaba una zona cercana al delta, en los alrededores de Gavà, como posible lugar de ocultación. Los Mossos pudieron verificar que el remitente había usado sistemas diseñados para evitar el rastreo; el área apuntada era tan amplia que apenas se pudo hacer una inspección visual y fotografía aérea. Una vez más, nada. El caso seguía —y sigue— técnicamente abierto, pero desde hace años se mueve en un espacio casi estático.
La familia, lejos de rendirse, convirtió el dolor en activismo. Los padres impulsaron la asociación Inter-SOS para apoyar a otras familias y para poner sobre la mesa lo que entonces casi nadie nombraba: las “desapariciones sin causa aparente”. Con los años, el nombre de Cristina dejó de ser solo el de una chica del Baix Llobregat para convertirse en un símbolo nacional: en 2010, el Ministerio del Interior eligió el 9 de marzo, día de su desaparición, como fecha del Día de las Personas Desaparecidas sin Causa Aparente en España. Cada año, informes oficiales y reportajes recuerdan que, detrás de las cifras, hay historias como la de Cristina, congeladas en un “no saber” que impide el duelo.
Cornellà tampoco ha olvidado. Desde hace años, en el barrio de la Gavarra existe el “Espacio Cristina Bergua Vera”: un pequeño rincón urbano, con un monolito y una placa dedicada a ella y a todas las personas desaparecidas sin explicación. En 2022, al cumplirse 25 años de su desaparición, el Ayuntamiento organizó un acto conmemorativo allí mismo, con la presencia de la familia y de decenas de vecinos. En 2024, el homenaje se repitió por los 27 años sin Cristina. Su cara aparece en campañas, en murales, en velas encendidas cada 9 de marzo, y también en productos culturales: podcasts como Criminopatía, emisiones especiales de televisión y, más recientemente, reportajes de Equipo de Investigación que han vuelto a colocar su nombre en primera línea.
En 2025, artículos especializados como el de la revista policial H50 recordaban que el “caso Cristina Bergua” es, técnicamente, un expediente sin cuerpo, sin escena y sin prueba definitiva, sostenido sobre hipótesis y sospechas, y advertían de un reloj implacable: si no hay avances, el procedimiento prescribirá en marzo de 2027. Mientras tanto, el foco mediático vuelve una y otra vez hacia Javier, el exnovio, convertido en figura maldita: en una pieza reciente, reaccionó con aspavientos y amenazas ante las cámaras cuando se le preguntó por ella. Nunca ha sido condenado por nada relacionado con la desaparición, y legalmente mantiene intacta su presunción de inocencia. Pero en la memoria de muchos, su nombre y el de Cristina siguen atados por un hilo que nadie ha logrado cortar ni probar.
Hoy, Cristina Bergua es oficialmente una persona fallecida —así se declaró en 2017 para poder ordenar ciertos aspectos legales—, pero para su familia sigue siendo también una ausencia viva, un hueco en la mesa y un cuarto que el tiempo no consigue vaciar del todo. Cada anónimo, cada programa, cada reportaje nuevo reabre la misma herida: la de no saber dónde está ni qué pasó exactamente después de que saliera hacia casa de su novio aquel 9 de marzo de 1997. El expediente policial habla de indicios, de vertederos, de anónimos y de un posible final violento; el corazón de sus padres solo sabe que su hija no se habría marchado sin despedirse, y que alguien, en algún lugar, guarda todavía la clave de lo que ocurrió.
Porque el caso de Cristina Bergua no es solo una de las desapariciones más oscuras de la España de los 90; es también el espejo en el que se reflejan todas las familias que viven atrapadas entre la esperanza y la certeza de una pérdida. ¿Qué pasó realmente aquella tarde entre Cornellà y Esplugues? ¿Terminó Cristina la conversación que iba a cambiar su vida o alguien decidió que no saldría viva de ella? ¿Cuántas verdades siguen enterradas —en un vertedero, en una ladera, en una alcantarilla o en una conciencia— mientras el calendario avanza hacia 2027, el año en que la ley podría dar por cerrado un caso que para quienes quieren a Cristina nunca se cerrará del todo?
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